July 20th, 2025
1014 • El Heraldo Digital – Institucional • Volumen XVII • 20 de julio del 2025
Funciones y operaciones del Espíritu Santo: nos invita a pedir al Padre para poder a adorar (X):
“23 Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. 24 Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren.” (Jn 4:23-24, RV1960)
La reflexión anterior fue dedicada casi en su totalidad a la presentación de argumentos cristológicos de algunos de los libros que encontramos en el Nuevo Testamento.
Reconocemos que el tema de la cristología es uno intenso y complicado. Por lo tanto, amerita que se compartan algunas recomendaciones para su estudio responsable, así como para sus aplicaciones. Una de estas es que debemos revisar los credos que la Iglesia ha desarrollado para sintetizar los fundamentos de nuestra fe como cristianos. Estos documentos son extraordinariamente valiosos como herramientas para enseñarnos y dirigirnos a expresar correctamente los valores y los fundamentos constitutivos de nuestra fe. Los credos “modelan para nosotros una forma sucinta de hablar de toda la historia bíblica de la creación, la caída, la redención y la restauración.”[1] Entre estos encontramos el Credo Niceno (325 D.C. y revisado en el 381 D.C.), el Credo Atanasiano (cerca del quinto siglo D.C.) y el Credo de los Apóstoles.[2] Advertimos que estos no sustituyen la Biblia ni poseen autoridad independiente por sí mismos, pero presentan las interpretaciones fidedignas que la Iglesia le ha dado a las Sagradas Escrituras. Tal y como dice N.T Wright:
“La idea de que las doctrinas son relatos portátiles ya está presente, por supuesto, en las declaraciones clásicas de las doctrinas cristianas, los primeros grandes credos. No son simples listas de cotejo que, en principio, podrían presentarse en cualquier orden. [Ellas] narran conscientemente la historia, concretamente la historia bíblica, desde la creación hasta la nueva creación, centrándose particularmente, por supuesto, en Jesús y resumiendo lo que la Escritura dice sobre Él en una poderosa y breve narrativa (un proceso que ya podemos ver que ocurre dentro del propio Nuevo Testamento). Cuando la historia más amplia necesita ser colocada dentro de un discurso particular, con fines argumentativos, didácticos, retóricos o de cualquier otra índole, esta tiene sentido y no es perjudicial [hostil] a su propio carácter, resumirla toda como una unidad y permitir que, convenientemente empacada, ocupe su lugar en ese nuevo contexto, siempre y cuando nos demos cuenta de que acumulará moho si la dejamos en su bolsa para siempre.” [3] (Traducción libre)
“Una de las cosas que los credos permiten a la Escritura, al condensarse en un marco narrativo mucho más breve, es permitir que toda la historia funcione como un símbolo. No es casualidad que "símbolo" fuera una de las palabras que los primeros cristianos usaban para denotar [indicar o referirse a] sus creencias. Los credos no eran simplemente una lista de cosas en las que los cristianos creían. Eran una insignia que se usaba, un símbolo que, como la toga del erudito que revela quién es esa persona, declara: "Esto es lo que nosotros somos". Por eso, por supuesto, se recitan los credos en la liturgia: no tanto para comprobar que todos los presentes los respeten, sino para unir y expresar corporativamente la respuesta de la iglesia a la lectura y la oración de la Escritura en términos de "¡Sí! Al escuchar estos textos, nos renovamos como ‘este pueblo,’ el pueblo que vive en ‘esta’ gran historia, el pueblo que se identifica precisamente como el pueblo-de-esta- historia, más que como el pueblo de una de las muchas otras historias que reclaman atención por todas partes". Y este, creo, es el rol de la doctrina, o uno de sus roles cruciales y centrales: asegurar que, cuando las personas repitan los credos, sepan de qué están hablando y por qué es importante, y también asegurar que, cuando alguna parte de la historia general esté bajo ataque o se distorsione, no podamos simplemente acudir al rescate y, por así decirlo, poner un dedo en la llaga, sino que podamos discernir por qué el ataque se ha producido en este momento y en este punto, y trabajar para eliminar la debilidad que le ha permitido ganar acceso.”[4] (Traducción libre)
El Dr. Wright tiene toda la razón. Los credos no son una lista de cotejo para ser repetidas en cualquier orden. Estos definen quiénes somos; son un símbolo que nos identifica como cristianos.
Otro consejo es que debemos revisar aquellas corrientes y planteamientos que la Iglesia de los primeros siglos tuvo que combatir para asegurarnos de que estos no forman parte de nuestro quehacer teológico, de nuestras enseñanzas ni de nuestras predicaciones.
Reconocemos que no nos hemos detenido a analizar la cristología paulina. No lo hemos hecho porque, sin menoscabar lo que muchos escritores han escrito sobre la cristología en general, creemos que existen excelentes publicaciones acerca de la cristología paulina.[5]
Además, estas reflexiones no tienen como norte la presentación y el análisis de la cristología. Destacamos aquí el propósito de este análisis. Dedicamos la reflexión anterior al análisis de este tema con el propósito de proveer herramientas adicionales para poder desarrollar una mejor comprensión de algunos de los requisitos para la adoración que encontramos en el Evangelio de Juan. Uno de estos es que la adoración no se trata del lugar en el que adoramos a nuestro Señor.
Cristo definió y resolvió todas las dudas acerca del tema del lugar en el que adoramos. Tal y como hemos visto en reflexiones anteriores, Él hizo esto como parte de su diálogo con la mujer samaritana.
“21 Jesús le dijo: Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. 22 Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos. 23 Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. 24 Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren.” (Jn 4:21-24, RV 1960)
Repetimos que estas expresiones son cónsonas con lo expuesto por Juan en el primer capítulo (Jn 1:14) cuando señaló que Cristo habitó entre nosotros. El texto bíblico dice que Él hizo “skēnoō” (G4637) entre nosotros para que pudiéramos ser capaces de ver la gloria del Padre.
Al mismo tiempo, en la reflexión anterior pudimos ver de manera superficial que ese llamado a estar en Cristo, a permanecer en Él y que Él permanezca en nosotros, es parte del lenguaje juanino. Veamos otros ejemplos de esto.
“4 Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. 5 Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer.” (Jn 15:4-5)
“9 Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor. 10 Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. 11 Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido.” (vv.9-11)
Estos versos bíblicos afirman que esa clase de relación con nuestro Señor y Salvador es vital para poder dar mucho fruto. Estos también afirman que la mejor demostración de que esto está ocurriendo es cuando es evidente que estamos guardando los mandamientos que hemos recibido. Estos versos además afirman que esta permanencia es vital para parecernos a Cristo en su relación con el Padre, para que seamos capaces de sentir la misma alegría que siente Cristo, y para que podamos ser completamente felices (v. 11, PDT). O sea, que hay que estar en Cristo y permanecer en Él.
Ese llamado es también cónsono con lo que encontramos en la Cartas escritas por Juan.
“10 El que ama a su hermano, permanece en la luz, y en él no hay tropiezo. 11 Pero el que aborrece a su hermano está en tinieblas, y anda en tinieblas, y no sabe a dónde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos.” (1 Jn 2:10-11)
“15 No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. 16 Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. 17 Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.” (vv.15-17)
“6 Todo aquel que permanece en él, no peca; todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha conocido.” (1 Jn 3:6)
“24 Y el que guarda sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él. Y en esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado.” (v. 24)
El llamado a permanecer en la luz es lo mismo que a permanecer en Cristo porque Cristo es la luz del mundo (Jn 8:12; 9:5). Debemos destacar el énfasis que hace este escritor de estas cartas de que hacer la voluntad, guardar los mandamientos de Dios es un requisito para permanecer en el Señor. O sea, que esto no sucede por designación o elección divina, sino que es un producto volitivo, o de la voluntad de los seres humanos. En otras palabras, nosotros decidimos si lo hacemos o no. Además, hay que subrayar el énfasis de la participación del Espíritu Santo en todos estos procesos como testimonio ineludible e insustituible de la permanencia en Dios. Como dice otra versión bíblica:
“Y sabemos que él vive en nosotros, porque el Espíritu que nos dio vive en nosotros.” (v. 24, NTV)
El llamado a estar en Cristo y permanecer en Él es también cónsono con la teología paulina. Sabemos que hemos presentado muchos ejemplos acerca de esto en reflexiones anteriores. Aun así, creemos que un ejemplo adicional es más que meritorio.
“8 Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, 9 y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe;” (Fil 3:8-9)
Veamos cómo son traducidos estos versos bíblicos en otras versiones de las Sagradas Escrituras:
“8 Aún más, a nada le concedo valor si lo comparo con el bien supremo de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por causa de Cristo lo he perdido todo, y todo lo considero basura a cambio de ganarlo a él 9 y encontrarme unido a él; no con una justicia propia, adquirida por medio de la ley, sino con la justicia que se adquiere por la fe en Cristo, la que da Dios con base en la fe.” (DHH)
“8 Es más, creo que nada vale la pena comparado con el invaluable bien de conocer a Jesucristo, mi Señor. Por Cristo he abandonado todo lo que creía haber alcanzado. Ahora considero que todo aquello era basura con tal de lograr a Cristo. 9 En él soy aprobado por Dios. No es que yo mismo me doy aprobación por lo que dice la ley, sino que Dios me aprueba por la fe en Cristo.” (PDT)
Es el último de los apóstoles, tal y como Pablo se define a sí mismo (1 Cor 15:7-9), el último de los seres humanos que pudo contemplar a Cristo resucitado, el que nos dice esto. Él, inspirado por el Espíritu Santo, nos dice que hay dos cosas que superan a todas las demás en la vida cristiana. Una de estas, obtener la ganancia (“kerdainō”, G2770) que se nos ha prometido en Cristo. Esto es, ser transformado en Él constantemente mediante el desarrollo de una relación cada vez más profunda con Dios en Cristo y verle cara a cara cuando Él nos llame a su presencia. Otra, encontrarse unido a Cristo, aprobado por Dios por estar en Cristo, ser hallado (“heuriskō”, G2147) en Cristo en todo momento.
El Diccionario del Nuevo Testamento (Kittel) nos dice que el uso de este concepto griego puede referirse a experimentar a Dios o cualquier don de salvación, experimentar la redención, o ser llamado milagrosamente y salvado por Dios. Al mismo tiempo añade que así como este sugiere investidura de autoridad, también sugiere responsabilidad (Lcs 13:6 s.; 17:18; Hch 5:39; 1 Cor 15:15; 1 Ped 1:7; Apo 2:2; 3:2; 5:4; 14:5, y toda la seriedad del juicio (Mat 24:46 ; Lcs 12:43; 2 Ped 3:14; Apo 12:8; 16:20; 18:14, 21 s., 24; 20:15).[6] En otras palabras, que la frase “ser hallado” en Él implica autoridad recibida al mismo tiempo que implica responsabilidad exigida.
El requisito de la necesidad de adorar a Cristo como objeto de nuestra adoración y de estar en Él como el lugar en el que Dios ha revelado su gloria, va tomado de la mano de otro. Veamos por qué es que esto es así. No cabe duda de que la experiencia que describe Juan en el capítulo cuatro (4) de su Evangelio fue una experiencia de adoración. Esta fue la conclusión a la que llegaron los habitantes de Samaria:
“41 Y creyeron muchos más por la palabra de él, 42 y decían a la mujer: Ya no creemos solamente por tu dicho, porque nosotros mismos hemos oído, y sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del mundo, el Cristo.” (Jn 4:41-42, RV1960)
Un dato que hace aún más interesante esta aseveración es que en este pasaje bíblico no se menciona la existencia o la presencia de música en esta fiesta provocada por el Espíritu Santo. Tampoco lo encontramos en el relato de la sanidad del ciego de nacimiento (Jn 9:1-8) que analizamos en reflexiones anteriores.
Es muy importante señalar que la música es uno de los componentes integrales de la adoración cristiana. Al mismo tiempo, tenemos que señalar que, así como la adoración en Cristo trasciende el lugar en el que adoramos, así también trasciende la música.
El tema de trascender a la música para poder adorar en Cristo lo podemos afirmar estudiando lo que dice el Texto Sagrado. Por ejemplo, la Biblia dice que Jubal es el padre de “los que tocan arpa y flauta” (Gén 4:21). Esta expresión bíblica es realizada mucho tiempo después de que Adán, Eva, Abel y todos los descendientes anteriores a Jubal fueran descritos adorando a Dios. O sea, que estos adoraban a Dios antes de que la música apareciera entre los seres humanos.
Por otro lado, es cierto que Dios le dijo a Job que Él había creado todo lo que existe acompañando ese proceso con música.
“» ¿Dónde estabas tú cuando hice la tierra? Respóndeme, si eres tan listo. 5 ¿Quién le dio a la tierra sus dimensiones? Seguro que tú debes saberlo. ¿Quién le tomó las medidas? 6 ¿Sobre qué bases descansa la tierra? ¿Quién puso la primera piedra, 7 mientras cantaban a una voz las estrellas de la mañana y los ángeles lanzaban gritos de alegría?” (Job 38:4-7, PDT)
No obstante, sabemos que es igualmente cierto que había adoración en los cielos antes de la creación de los cielos y de la tierra. Esto es así porque entre otras cosas sabemos que la Biblia dice que el Padre escogió al Cordero para el sacrificio desde antes de la creación del mundo (1 Ped 1:20, PDT, NTV, NVI). Repetimos, Cristo había sido ordenado para esto desde antes de la creación (RV Antigua). No debe haber duda de que esta selección se hizo en medio de una experiencia de adoración. No sabemos cómo fue que esto ocurrió; nuestra mente es muy finita para entender estos misterios. Sin embargo, cuando examinamos el orden de los modelos sacrificiales de los sacerdotes que aparecen en el Antiguo Testamento y el de la revelación de la gloria de Dios que nos regala el capítulo seis (6) del profeta Isaías, vemos que no hay música en estos. La Biblia dice que el primero es figura y sombra de lo que de las cosas celestiales (Heb 8:5; 10:1). El segundo presenta a los seres celestiales proclamando, publicando, diciendo (“qârâʼ”, H7121); no los presenta cantando.
¿Esto significa que no hay música en los cielos? ¡Claro que hay música y canción nueva delante de la presencia del Eterno!: siempre la ha habido y siempre la habrá.
El propósito de las aseveraciones compartidas en los párrafos anteriores no es dirimir si hay o no hay música en los cielos. Estamos convencidos de que esta se ha multiplicado y aumentado desde que el Cordero Inmolado venció por nosotros ante la cruz y ante la muerte. Así lo presenta el último libro del Canon bíblico. La Biblia dice que en el cielo cantaremos cánticos nuevos (Apo 5:9; 14:3) y algunos cánticos inspirados en lo que ha ocurrido en la historia de nuestra redención (Apo 15:3). El propósito de estas aseveraciones es subrayar que la adoración trasciende la presencia de la música. Los creyentes en Cristo hemos sido llamados a adorar a Dios aun cuando no haya música.
[1] https://www.coalicionporelevangelio.org/articulo/introduccion-credos-cristianos/
[2] Aunque tradicionalmente aparece fechado cerca del quinto siglo DC, el término “Symbolum Apostolicum”, uno de los nombres con los que se conoció ese credo, aparece por primera vez en una carta, probablemente escrita por Ambrosio, de un concilio celebrado en Milán alrededor del 390 D.C..
[3] N. T. Wright, «Reading Paul, Thinking Scripture», en Scripture’s Doctrine and Theology’s Bible: How the New Testament Shapes Christian Dogmatics, ed. Markus Bockmuehl y Alan J. Torrance (Grand Rapids: Baker, 2008), (Kindle Locations 728-738). Kindle Edition.
[4] Op.cit. (location 728-738).
[5] El Dr. Gordon D. Fee escribió una obra maestra sobre este tema. Fee, Gordon D. (2007). Pauline Christology: An Exegetical-Theological Study, Hendrickson Publishers, Inc.
[6] Preisker, H. (1964–). εὑρίσκω. In G. Kittel, G. W. Bromiley, & G. Friedrich (Eds.), Theological dictionary of the New Testament (electronic ed., Vol. 2, pp. 769–770). Eerdmans.
Funciones y operaciones del Espíritu Santo: nos invita a pedir al Padre para poder a adorar (X):
“23 Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. 24 Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren.” (Jn 4:23-24, RV1960)
La reflexión anterior fue dedicada casi en su totalidad a la presentación de argumentos cristológicos de algunos de los libros que encontramos en el Nuevo Testamento.
Reconocemos que el tema de la cristología es uno intenso y complicado. Por lo tanto, amerita que se compartan algunas recomendaciones para su estudio responsable, así como para sus aplicaciones. Una de estas es que debemos revisar los credos que la Iglesia ha desarrollado para sintetizar los fundamentos de nuestra fe como cristianos. Estos documentos son extraordinariamente valiosos como herramientas para enseñarnos y dirigirnos a expresar correctamente los valores y los fundamentos constitutivos de nuestra fe. Los credos “modelan para nosotros una forma sucinta de hablar de toda la historia bíblica de la creación, la caída, la redención y la restauración.”[1] Entre estos encontramos el Credo Niceno (325 D.C. y revisado en el 381 D.C.), el Credo Atanasiano (cerca del quinto siglo D.C.) y el Credo de los Apóstoles.[2] Advertimos que estos no sustituyen la Biblia ni poseen autoridad independiente por sí mismos, pero presentan las interpretaciones fidedignas que la Iglesia le ha dado a las Sagradas Escrituras. Tal y como dice N.T Wright:
“La idea de que las doctrinas son relatos portátiles ya está presente, por supuesto, en las declaraciones clásicas de las doctrinas cristianas, los primeros grandes credos. No son simples listas de cotejo que, en principio, podrían presentarse en cualquier orden. [Ellas] narran conscientemente la historia, concretamente la historia bíblica, desde la creación hasta la nueva creación, centrándose particularmente, por supuesto, en Jesús y resumiendo lo que la Escritura dice sobre Él en una poderosa y breve narrativa (un proceso que ya podemos ver que ocurre dentro del propio Nuevo Testamento). Cuando la historia más amplia necesita ser colocada dentro de un discurso particular, con fines argumentativos, didácticos, retóricos o de cualquier otra índole, esta tiene sentido y no es perjudicial [hostil] a su propio carácter, resumirla toda como una unidad y permitir que, convenientemente empacada, ocupe su lugar en ese nuevo contexto, siempre y cuando nos demos cuenta de que acumulará moho si la dejamos en su bolsa para siempre.” [3] (Traducción libre)
“Una de las cosas que los credos permiten a la Escritura, al condensarse en un marco narrativo mucho más breve, es permitir que toda la historia funcione como un símbolo. No es casualidad que "símbolo" fuera una de las palabras que los primeros cristianos usaban para denotar [indicar o referirse a] sus creencias. Los credos no eran simplemente una lista de cosas en las que los cristianos creían. Eran una insignia que se usaba, un símbolo que, como la toga del erudito que revela quién es esa persona, declara: "Esto es lo que nosotros somos". Por eso, por supuesto, se recitan los credos en la liturgia: no tanto para comprobar que todos los presentes los respeten, sino para unir y expresar corporativamente la respuesta de la iglesia a la lectura y la oración de la Escritura en términos de "¡Sí! Al escuchar estos textos, nos renovamos como ‘este pueblo,’ el pueblo que vive en ‘esta’ gran historia, el pueblo que se identifica precisamente como el pueblo-de-esta- historia, más que como el pueblo de una de las muchas otras historias que reclaman atención por todas partes". Y este, creo, es el rol de la doctrina, o uno de sus roles cruciales y centrales: asegurar que, cuando las personas repitan los credos, sepan de qué están hablando y por qué es importante, y también asegurar que, cuando alguna parte de la historia general esté bajo ataque o se distorsione, no podamos simplemente acudir al rescate y, por así decirlo, poner un dedo en la llaga, sino que podamos discernir por qué el ataque se ha producido en este momento y en este punto, y trabajar para eliminar la debilidad que le ha permitido ganar acceso.”[4] (Traducción libre)
El Dr. Wright tiene toda la razón. Los credos no son una lista de cotejo para ser repetidas en cualquier orden. Estos definen quiénes somos; son un símbolo que nos identifica como cristianos.
Otro consejo es que debemos revisar aquellas corrientes y planteamientos que la Iglesia de los primeros siglos tuvo que combatir para asegurarnos de que estos no forman parte de nuestro quehacer teológico, de nuestras enseñanzas ni de nuestras predicaciones.
Reconocemos que no nos hemos detenido a analizar la cristología paulina. No lo hemos hecho porque, sin menoscabar lo que muchos escritores han escrito sobre la cristología en general, creemos que existen excelentes publicaciones acerca de la cristología paulina.[5]
Además, estas reflexiones no tienen como norte la presentación y el análisis de la cristología. Destacamos aquí el propósito de este análisis. Dedicamos la reflexión anterior al análisis de este tema con el propósito de proveer herramientas adicionales para poder desarrollar una mejor comprensión de algunos de los requisitos para la adoración que encontramos en el Evangelio de Juan. Uno de estos es que la adoración no se trata del lugar en el que adoramos a nuestro Señor.
Cristo definió y resolvió todas las dudas acerca del tema del lugar en el que adoramos. Tal y como hemos visto en reflexiones anteriores, Él hizo esto como parte de su diálogo con la mujer samaritana.
“21 Jesús le dijo: Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. 22 Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos; porque la salvación viene de los judíos. 23 Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. 24 Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren.” (Jn 4:21-24, RV 1960)
Repetimos que estas expresiones son cónsonas con lo expuesto por Juan en el primer capítulo (Jn 1:14) cuando señaló que Cristo habitó entre nosotros. El texto bíblico dice que Él hizo “skēnoō” (G4637) entre nosotros para que pudiéramos ser capaces de ver la gloria del Padre.
Al mismo tiempo, en la reflexión anterior pudimos ver de manera superficial que ese llamado a estar en Cristo, a permanecer en Él y que Él permanezca en nosotros, es parte del lenguaje juanino. Veamos otros ejemplos de esto.
“4 Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. 5 Yo soy la vid, vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer.” (Jn 15:4-5)
“9 Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor. 10 Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. 11 Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido.” (vv.9-11)
Estos versos bíblicos afirman que esa clase de relación con nuestro Señor y Salvador es vital para poder dar mucho fruto. Estos también afirman que la mejor demostración de que esto está ocurriendo es cuando es evidente que estamos guardando los mandamientos que hemos recibido. Estos versos además afirman que esta permanencia es vital para parecernos a Cristo en su relación con el Padre, para que seamos capaces de sentir la misma alegría que siente Cristo, y para que podamos ser completamente felices (v. 11, PDT). O sea, que hay que estar en Cristo y permanecer en Él.
Ese llamado es también cónsono con lo que encontramos en la Cartas escritas por Juan.
“10 El que ama a su hermano, permanece en la luz, y en él no hay tropiezo. 11 Pero el que aborrece a su hermano está en tinieblas, y anda en tinieblas, y no sabe a dónde va, porque las tinieblas le han cegado los ojos.” (1 Jn 2:10-11)
“15 No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. 16 Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. 17 Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.” (vv.15-17)
“6 Todo aquel que permanece en él, no peca; todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha conocido.” (1 Jn 3:6)
“24 Y el que guarda sus mandamientos, permanece en Dios, y Dios en él. Y en esto sabemos que él permanece en nosotros, por el Espíritu que nos ha dado.” (v. 24)
El llamado a permanecer en la luz es lo mismo que a permanecer en Cristo porque Cristo es la luz del mundo (Jn 8:12; 9:5). Debemos destacar el énfasis que hace este escritor de estas cartas de que hacer la voluntad, guardar los mandamientos de Dios es un requisito para permanecer en el Señor. O sea, que esto no sucede por designación o elección divina, sino que es un producto volitivo, o de la voluntad de los seres humanos. En otras palabras, nosotros decidimos si lo hacemos o no. Además, hay que subrayar el énfasis de la participación del Espíritu Santo en todos estos procesos como testimonio ineludible e insustituible de la permanencia en Dios. Como dice otra versión bíblica:
“Y sabemos que él vive en nosotros, porque el Espíritu que nos dio vive en nosotros.” (v. 24, NTV)
El llamado a estar en Cristo y permanecer en Él es también cónsono con la teología paulina. Sabemos que hemos presentado muchos ejemplos acerca de esto en reflexiones anteriores. Aun así, creemos que un ejemplo adicional es más que meritorio.
“8 Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, 9 y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe;” (Fil 3:8-9)
Veamos cómo son traducidos estos versos bíblicos en otras versiones de las Sagradas Escrituras:
“8 Aún más, a nada le concedo valor si lo comparo con el bien supremo de conocer a Cristo Jesús, mi Señor. Por causa de Cristo lo he perdido todo, y todo lo considero basura a cambio de ganarlo a él 9 y encontrarme unido a él; no con una justicia propia, adquirida por medio de la ley, sino con la justicia que se adquiere por la fe en Cristo, la que da Dios con base en la fe.” (DHH)
“8 Es más, creo que nada vale la pena comparado con el invaluable bien de conocer a Jesucristo, mi Señor. Por Cristo he abandonado todo lo que creía haber alcanzado. Ahora considero que todo aquello era basura con tal de lograr a Cristo. 9 En él soy aprobado por Dios. No es que yo mismo me doy aprobación por lo que dice la ley, sino que Dios me aprueba por la fe en Cristo.” (PDT)
Es el último de los apóstoles, tal y como Pablo se define a sí mismo (1 Cor 15:7-9), el último de los seres humanos que pudo contemplar a Cristo resucitado, el que nos dice esto. Él, inspirado por el Espíritu Santo, nos dice que hay dos cosas que superan a todas las demás en la vida cristiana. Una de estas, obtener la ganancia (“kerdainō”, G2770) que se nos ha prometido en Cristo. Esto es, ser transformado en Él constantemente mediante el desarrollo de una relación cada vez más profunda con Dios en Cristo y verle cara a cara cuando Él nos llame a su presencia. Otra, encontrarse unido a Cristo, aprobado por Dios por estar en Cristo, ser hallado (“heuriskō”, G2147) en Cristo en todo momento.
El Diccionario del Nuevo Testamento (Kittel) nos dice que el uso de este concepto griego puede referirse a experimentar a Dios o cualquier don de salvación, experimentar la redención, o ser llamado milagrosamente y salvado por Dios. Al mismo tiempo añade que así como este sugiere investidura de autoridad, también sugiere responsabilidad (Lcs 13:6 s.; 17:18; Hch 5:39; 1 Cor 15:15; 1 Ped 1:7; Apo 2:2; 3:2; 5:4; 14:5, y toda la seriedad del juicio (Mat 24:46 ; Lcs 12:43; 2 Ped 3:14; Apo 12:8; 16:20; 18:14, 21 s., 24; 20:15).[6] En otras palabras, que la frase “ser hallado” en Él implica autoridad recibida al mismo tiempo que implica responsabilidad exigida.
El requisito de la necesidad de adorar a Cristo como objeto de nuestra adoración y de estar en Él como el lugar en el que Dios ha revelado su gloria, va tomado de la mano de otro. Veamos por qué es que esto es así. No cabe duda de que la experiencia que describe Juan en el capítulo cuatro (4) de su Evangelio fue una experiencia de adoración. Esta fue la conclusión a la que llegaron los habitantes de Samaria:
“41 Y creyeron muchos más por la palabra de él, 42 y decían a la mujer: Ya no creemos solamente por tu dicho, porque nosotros mismos hemos oído, y sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del mundo, el Cristo.” (Jn 4:41-42, RV1960)
Un dato que hace aún más interesante esta aseveración es que en este pasaje bíblico no se menciona la existencia o la presencia de música en esta fiesta provocada por el Espíritu Santo. Tampoco lo encontramos en el relato de la sanidad del ciego de nacimiento (Jn 9:1-8) que analizamos en reflexiones anteriores.
Es muy importante señalar que la música es uno de los componentes integrales de la adoración cristiana. Al mismo tiempo, tenemos que señalar que, así como la adoración en Cristo trasciende el lugar en el que adoramos, así también trasciende la música.
El tema de trascender a la música para poder adorar en Cristo lo podemos afirmar estudiando lo que dice el Texto Sagrado. Por ejemplo, la Biblia dice que Jubal es el padre de “los que tocan arpa y flauta” (Gén 4:21). Esta expresión bíblica es realizada mucho tiempo después de que Adán, Eva, Abel y todos los descendientes anteriores a Jubal fueran descritos adorando a Dios. O sea, que estos adoraban a Dios antes de que la música apareciera entre los seres humanos.
Por otro lado, es cierto que Dios le dijo a Job que Él había creado todo lo que existe acompañando ese proceso con música.
“» ¿Dónde estabas tú cuando hice la tierra? Respóndeme, si eres tan listo. 5 ¿Quién le dio a la tierra sus dimensiones? Seguro que tú debes saberlo. ¿Quién le tomó las medidas? 6 ¿Sobre qué bases descansa la tierra? ¿Quién puso la primera piedra, 7 mientras cantaban a una voz las estrellas de la mañana y los ángeles lanzaban gritos de alegría?” (Job 38:4-7, PDT)
No obstante, sabemos que es igualmente cierto que había adoración en los cielos antes de la creación de los cielos y de la tierra. Esto es así porque entre otras cosas sabemos que la Biblia dice que el Padre escogió al Cordero para el sacrificio desde antes de la creación del mundo (1 Ped 1:20, PDT, NTV, NVI). Repetimos, Cristo había sido ordenado para esto desde antes de la creación (RV Antigua). No debe haber duda de que esta selección se hizo en medio de una experiencia de adoración. No sabemos cómo fue que esto ocurrió; nuestra mente es muy finita para entender estos misterios. Sin embargo, cuando examinamos el orden de los modelos sacrificiales de los sacerdotes que aparecen en el Antiguo Testamento y el de la revelación de la gloria de Dios que nos regala el capítulo seis (6) del profeta Isaías, vemos que no hay música en estos. La Biblia dice que el primero es figura y sombra de lo que de las cosas celestiales (Heb 8:5; 10:1). El segundo presenta a los seres celestiales proclamando, publicando, diciendo (“qârâʼ”, H7121); no los presenta cantando.
¿Esto significa que no hay música en los cielos? ¡Claro que hay música y canción nueva delante de la presencia del Eterno!: siempre la ha habido y siempre la habrá.
El propósito de las aseveraciones compartidas en los párrafos anteriores no es dirimir si hay o no hay música en los cielos. Estamos convencidos de que esta se ha multiplicado y aumentado desde que el Cordero Inmolado venció por nosotros ante la cruz y ante la muerte. Así lo presenta el último libro del Canon bíblico. La Biblia dice que en el cielo cantaremos cánticos nuevos (Apo 5:9; 14:3) y algunos cánticos inspirados en lo que ha ocurrido en la historia de nuestra redención (Apo 15:3). El propósito de estas aseveraciones es subrayar que la adoración trasciende la presencia de la música. Los creyentes en Cristo hemos sido llamados a adorar a Dios aun cuando no haya música.
[1] https://www.coalicionporelevangelio.org/articulo/introduccion-credos-cristianos/
[2] Aunque tradicionalmente aparece fechado cerca del quinto siglo DC, el término “Symbolum Apostolicum”, uno de los nombres con los que se conoció ese credo, aparece por primera vez en una carta, probablemente escrita por Ambrosio, de un concilio celebrado en Milán alrededor del 390 D.C..
[3] N. T. Wright, «Reading Paul, Thinking Scripture», en Scripture’s Doctrine and Theology’s Bible: How the New Testament Shapes Christian Dogmatics, ed. Markus Bockmuehl y Alan J. Torrance (Grand Rapids: Baker, 2008), (Kindle Locations 728-738). Kindle Edition.
[4] Op.cit. (location 728-738).
[5] El Dr. Gordon D. Fee escribió una obra maestra sobre este tema. Fee, Gordon D. (2007). Pauline Christology: An Exegetical-Theological Study, Hendrickson Publishers, Inc.
[6] Preisker, H. (1964–). εὑρίσκω. In G. Kittel, G. W. Bromiley, & G. Friedrich (Eds.), Theological dictionary of the New Testament (electronic ed., Vol. 2, pp. 769–770). Eerdmans.
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