July 17th, 2022
857 • El Heraldo Digital – Institucional • Volumen XVII • 17 de julio 2022
Efesios: énfasis en el poder que desata la oración
“18 Pido que Dios les abra la mente para que vean y sepan lo que él tiene preparado para la gente que ha llamado. Entonces podrán participar de las ricas y abundantes bendiciones que él ha prometido a su pueblo santo. 19 Verán también lo grande que es el poder que Dios da a los que creen en él. Es el mismo gran poder 20 con el que Dios resucitó a Cristo de entre los muertos y le dio el derecho de sentarse a su derecha en el cielo. 21 Dios ha puesto a Cristo por encima de cualquier gobernante, autoridad, poder y dominio, tanto de este mundo como del que está por venir. 22 Dios puso todo bajo sus pies y lo nombró como cabeza de todo para bien de la iglesia, 23 la cual es su cuerpo. Cristo, quien llena todo en todo momento, llena la iglesia con su presencia.” (Efe 1:18-23, PDT)
La reflexión anterior fue dedicada al análisis de la oración paulina que encontramos en el capítulo uno de la Carta a los Efesios (Efe 1:15-23). El énfasis de ese análisis fue la invitación que nos hace Dios para que clamemos de modo que podamos ser investidos de las promesas que Él nos ha hecho. Un dato adicional acerca de esa reflexión es que esta nos concedió la oportunidad de acercarnos a una invitación que encontramos en el Antiguo Testamento. En esta invitación nos exhortan a clamar, orar conociendo el nombre de Ese al que oramos (“qârâʼ”, H7121). Decíamos en la reflexión anterior que el apóstol debía haber conocido y estudiado esa invitación.
Esta invitación Dios la puso en los labios del profeta Jeremías:
“2 Así ha dicho Jehová, que hizo la tierra, Jehová que la formó para afirmarla; Jehová es su nombre:
3 Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces.”
(Jer 33:2-3)
Repetimos que dado el hecho de que el apóstol Pablo había sido educado en el estudio de todos los textos bíblicos del Antiguo Testamento, debe ser lógico concluir que conocía estos pasajes bíblicos.
El vocabulario utilizado por Jeremías para hacer referencia al clamor (“qârâʼ”, H7121), es uno que describe que este provoca que Dios enseñe, realice unas manifestaciones (“te enseñaré”: “nâgad”, H5046). Ese clamor provoca que Dios haga anuncios y exposiciones. Estos anuncios, enseñanzas y exposiciones tienen como propósito servir como herramientas para el crecimiento y el desarrollo espiritual personal e institucional de todo aquél que la recibe. En el caso de los Cristianos, esto permite que el creyente en Cristo pueda desarrollar su relación con Dios y alcanzar la madurez necesaria para mantenerse enfocado en el propósito de Dios para su vida.
Comenzamos destacando que los conceptos utilizados en la frase “cosas grandes y ocultas” describen algo que es “gâdôl” (H1419) y “bâtsar” (H1219). Hemos dicho en otras reflexiones que el primero describe algo que es grande y/o que es más grande en términos de tiempo. El segundo describe algo que es inaccesible, que está aislado, que ha sido ocultado, que ha sido reprimido o que es contenido, que es secreto o que ha sido cortado.
Puntualizamos que es muy interesante el dato de que el concepto “bâtsar” también se utilice para describir la acción de recoger racimos de uvas (Lev 25:5, 11; Det 24:21; Jue 9:27). Esto es así porque tal y como hemos identificado en el párrafo anterior, este concepto también se utiliza para describir la acción de cortar algo. O sea, que Dios le estaba diciendo al profeta que Él ha prometido revelar, enseñar, exponer cosas que ya no son porque fueron cortadas, o que habrá de exponer el fruto (como las uvas) que viene de camino y que aún no ha sido recogido.
Este concepto también es utilizado para describir cosas que han sido retenidas o que están encerradas: aquello que parece inaccesible. Un ejemplo de esto último es el proceso de extracción de las minas de metales preciosos como el oro y la plata. Otro uso es el de la enseñanza de aquellas cosas que son difíciles de entender. Un ejemplo de esto es la revelación del mensaje implícito en pasajes bíblicos que no parecen hacer sentido.
Es importante destacar que la Biblia siempre hace sentido; no existen contradicciones en ella. Hay explicaciones sólidas y coherentes para todas las ocasiones en las que encontramos pasajes bíblicos que parecen contradecirse. El mensaje que el Señor le dio al profeta Jeremías indica que el clamor, la oración incesante es la clave para poder encontrar esas explicaciones. Dios revela Su Palabra, puede enseñar en dónde encontrar investigaciones responsables, relevantes y coherentes que nos ayuden a entender los pasajes que parecen difíciles de entender. Una vez más, el clamor a Dios es la pieza clave de esta ecuación.
Este énfasis se repite una y otra vez en las Sagradas Escrituras. Dios se revela a través de la oración con una manifestación que transforma todas las cosas.
“9 Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, Ni han subido en corazón de hombre, Son las que Dios ha preparado para los que le aman. 10 Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. 11 Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. 12 Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido, 13 lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual.” (1 Cor 2:9-13)
“47 El rey habló a Daniel, y dijo: Ciertamente el Dios vuestro es Dios de dioses, y Señor de los reyes, y el que revela los misterios, pues pudiste revelar este misterio.” (Dan 2:47)
El tiempo de oración se transforma en una aventura de fe cuando logramos comprender estas verdades Escriturales. Clamar como instruye Dios a este profeta, garantiza sanidad y restauración, revelación y transformación. Esto es así porque cuando entramos en esa dimensión de la oración entramos en el tiempo de Dios. El tiempo de Dios es eterno, sin principio ni fin. La oración nos introduce en el tiempo eterno de Dios. El apóstol Pablo bebe de este conocimiento bíblico y lo traduce en sus oraciones (Efe 1:15-23; 3:14-21).
Es allí, orando en esta dimensión, que experimentamos las mejores y más intensas manifestaciones del amor de Dios. Descubrimos que esa manifestación no usa palabras, pero es capaz de establecer un nuevo ritmo para nuestras vidas. Dios dicta el ritmo de nuestra vida. Descubrimos que aunque no sintamos a Dios, Él siempre está presente. Estas dos (2) cosas garantizan la santificación de nuestro tiempo. Descubrimos que Dios ha santificado el tiempo de nuestra vida y que es por eso que deseamos vivir para Él y no para nosotros mismos.
Algunos especialistas en el campo de las disciplinas espirituales cristianas han dicho que esa dimensión de la oración nos hace despertar a la nueva creación de Dios. O sea, que experimentamos la transformación de nuestra perspectiva del tiempo. Ya ni siquiera lo consideramos nuestro porque se trata del tiempo de Dios.
Esa clase de manifestación de lo profundo y lo escondido que está en el corazón de Dios (1 Cor 2:9-10) transforma la oración en una ofrenda de acción de gracias. Esto surge porque hemos aprendido que no podemos medir el tiempo de la oración y no nos queda otra cosa que dar gracias por el privilegio de entrar a lo profundo del corazón de Dios. Es acerca de esta profundidad que Jeremías nos habla en el capítulo 33 del libro de su profecía.
Los estudiosos de este tema, el tema de la oración a la que Dios nos invita, han dicho que descubrimos en esa revelación que el asunto de la oración no es la oración en sí misma. El asunto principal de la oración es Dios. Tenemos que puntualizar que hay muchos creyentes que no han logrado agarrar este principio y se han limitado a vivir en la periferia de la oración.
Sucede algo extraordinario cuando esta verdad es enseñada por el Espíritu de Dios. La oración se convierte en una herramienta para clarificar nuestras esperanzas y nuestras intenciones; aquellas que son reales y que se encuentran en lo más profundo del corazón. La oración nos ayuda a descubrir y a clarificar nuestras verdaderas aspiraciones y las punzadas dolorosas que experimentamos, y hasta lo anhelos que olvidamos.
Abraham J. Heschel le puso un nombre a esta dimensión de la oración: “la cuarentena del alma.” O sea, que nos cuarentenamos para dejar de peregrinar en la vida alcanzando metas y conquistas que después no nos satisfacen o que encontramos que no eran tan importantes como habíamos pensado. Esto nos permite ser honestos con nosotros mismos, nos permite decirnos y decir a otros lo que realmente creemos y mantener nuestras posiciones sin titubear. Heschel decía que la oración es la base para la afirmación de estos acuerdos y de estas convicciones, para pensar correctamente y poseer la conciencia y la capacidad para pensar correctamente acerca de los retos que encontramos en la vida.
Jeremías dice en el capítulo 33 de su libro que esto es parte de lo que Dios ha prometido enseñar a aquellos que claman. La oración promueve que nos convirtamos en testigos de las maravillas de Dios, de Su presencia, de Su santidad, de Su majestad, de Su gloria y de Su amor insondable. Esto provoca la sanidad, provoca la restauración, provoca la revelación y la transformación.
Hay que señalar que la idea de la oración puede ser vista como asumir una obligación. Oramos porque se nos ha dicho que tenemos que orar. Es más, en ocasiones esto es visto como la puesta en marcha de las habilidades del ser humano para entablar una conversación con Dios y presentarle nuestras esperanzas, nuestras tristezas y nuestros deseos. Sin embargo, como han apuntado muchos especialistas en esta área, ese ejercicio es solo una paráfrasis y no una expresión precisa de lo que creemos. Esto es comprobable cuando examinamos las ocasiones en las que no terminamos orando como queríamos o como lo habíamos planificado.
Es que entrando a la oración descubrimos que realmente no somos capaces de hablar con el Dueño y el Creador de todas las cosas infinitas. Es por eso que nos acercamos a Él en el Nombre que es sobre todo nombre: el nombre de Cristo, Señor y Salvador nuestro.
Es orando en ese nombre que “tropezamos” con una de las maravillas inescrutables que provee la oración: la maravilla de un ser humano presentándose ante el Eterno. No olvidemos que el contacto con el Eterno no es un logro nuestro. Esto es un don que Dios nos ha provisto en Cristo y a través de Cristo. Ese don, acompañado por la fe que también hemos recibido como un regalo, nos convencen de que podemos estar cerca de Dios aún antes de comenzar a decir con palabras aquello que el corazón le quiere decir a Dios.
De hecho, veteranos en estas lides Cristianas aseguran que la oración comienza cuando acaban nuestras palabras. Las palabras solo abren esas puertas y que comienza a desatar el llanto del alma ante el umbral de aquello que es inefable, que no se puede “fablar” (significa hablar en el castellano antiguo). Es allí que descubrimos que poseemos una sed insaciable por lo incomprensible de Dios. El salmista lo expresaba de la siguiente forma:
“Cual ciervo jadeante en busca del agua, así te busca, oh Dios, todo mi ser. 2 Tengo sed de Dios, del Dios de la vida. ¿Cuándo podré presentarme ante Dios?” (Sal 42:1-2, NVI)
Es desde esta perspectiva que podemos concluir que la oración a la que Dios nos invita a través de Jeremías es una licencia para que Dios intervenga en nuestras vidas. Clamar para que Él nos enseñe presupone entonces que estamos dándole libertad al Espíritu Santo para que establezca en nosotros la voluntad divina, que esta prevalezca por encima de nuestras luchas, de nuestras necesidades, de nuestra voluntad.
La enseñanza de eso que Pablo describe como lo profundo de Dios también presupone el desarrollo de sanidades y de restauraciones inimaginables. El profeta Zacarías lo afirma así cuando utiliza el concepto “nâgad”, concepto que el profeta Jeremías traduce como enseñar (H5046) y lo traduce como un anuncio de Dios.
“12 Volveos a la fortaleza, oh prisioneros de esperanza; hoy también os anuncio que os restauraré el doble.” (Zac 9:12, RV 1960)
La frase “prisioneros de esperanza” describe a personas cautivas, atadas (“ʼâsı̂yr”, H615) que se han agarrado de una santa expectación, de una cuerda, de una esperanza de vida (“tiqvâh”, H6960). A estos se les hace un “nâgad”, un anuncio, una revelación. El Mesías del que Zacarías profetiza anuncia que esa esperanza no los dejará en vergüenza (Rom 5:5). Este profeta afirma que Dios los va a recompensar con el doble de las promesas que están esperando.
El Mesías que Zacarías presenta representa la culminación de las promesas que el Señor le hizo a David de un reino eterno (2 Sam 7:16; Isa 9:7). El Mesías que Zacarías presenta trae la salvación de Jehová. Ese Mesías es humilde y entraría en la ciudad de Jerusalén en un pollino hijo de asna.
“9 Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna.” (Zac 9:9)
No hace falta mucho análisis para concluir que Cristo es el Personaje que hace el anuncio que Zacarías está comunicando. Cristo Jesús, el Mesías enviado por Dios, nuestro Señor y nuestro Salvador, es el que hace el “nâgad”, el anuncio, la enseñanza, la revelación para los prisioneros de esperanza.
Esto nos lleva a concluir que el clamor que describe el profeta Jeremías predica una agenda de liberación, de esperanza de liberación. Esa esperanza que nunca nos deja en vergüenza recibirá el doble de las promesas esperadas. Esa agenda de liberación predica transformación del presente y del futuro. La buena noticia es que ese “nâgad” está al alcance del clamor. ¡Hay que clamar, hay que clamar!
El clamor a Dios trae respuestas insospechadas, respuestas que están vestidas de eternidad. Pablo conocía estas verdades. Esta es una de las razones por las que insistía tanto en la oración; porque él conocía el poder que desata la oración.
Efesios: énfasis en el poder que desata la oración
“18 Pido que Dios les abra la mente para que vean y sepan lo que él tiene preparado para la gente que ha llamado. Entonces podrán participar de las ricas y abundantes bendiciones que él ha prometido a su pueblo santo. 19 Verán también lo grande que es el poder que Dios da a los que creen en él. Es el mismo gran poder 20 con el que Dios resucitó a Cristo de entre los muertos y le dio el derecho de sentarse a su derecha en el cielo. 21 Dios ha puesto a Cristo por encima de cualquier gobernante, autoridad, poder y dominio, tanto de este mundo como del que está por venir. 22 Dios puso todo bajo sus pies y lo nombró como cabeza de todo para bien de la iglesia, 23 la cual es su cuerpo. Cristo, quien llena todo en todo momento, llena la iglesia con su presencia.” (Efe 1:18-23, PDT)
La reflexión anterior fue dedicada al análisis de la oración paulina que encontramos en el capítulo uno de la Carta a los Efesios (Efe 1:15-23). El énfasis de ese análisis fue la invitación que nos hace Dios para que clamemos de modo que podamos ser investidos de las promesas que Él nos ha hecho. Un dato adicional acerca de esa reflexión es que esta nos concedió la oportunidad de acercarnos a una invitación que encontramos en el Antiguo Testamento. En esta invitación nos exhortan a clamar, orar conociendo el nombre de Ese al que oramos (“qârâʼ”, H7121). Decíamos en la reflexión anterior que el apóstol debía haber conocido y estudiado esa invitación.
Esta invitación Dios la puso en los labios del profeta Jeremías:
“2 Así ha dicho Jehová, que hizo la tierra, Jehová que la formó para afirmarla; Jehová es su nombre:
3 Clama a mí, y yo te responderé, y te enseñaré cosas grandes y ocultas que tú no conoces.”
(Jer 33:2-3)
Repetimos que dado el hecho de que el apóstol Pablo había sido educado en el estudio de todos los textos bíblicos del Antiguo Testamento, debe ser lógico concluir que conocía estos pasajes bíblicos.
El vocabulario utilizado por Jeremías para hacer referencia al clamor (“qârâʼ”, H7121), es uno que describe que este provoca que Dios enseñe, realice unas manifestaciones (“te enseñaré”: “nâgad”, H5046). Ese clamor provoca que Dios haga anuncios y exposiciones. Estos anuncios, enseñanzas y exposiciones tienen como propósito servir como herramientas para el crecimiento y el desarrollo espiritual personal e institucional de todo aquél que la recibe. En el caso de los Cristianos, esto permite que el creyente en Cristo pueda desarrollar su relación con Dios y alcanzar la madurez necesaria para mantenerse enfocado en el propósito de Dios para su vida.
Comenzamos destacando que los conceptos utilizados en la frase “cosas grandes y ocultas” describen algo que es “gâdôl” (H1419) y “bâtsar” (H1219). Hemos dicho en otras reflexiones que el primero describe algo que es grande y/o que es más grande en términos de tiempo. El segundo describe algo que es inaccesible, que está aislado, que ha sido ocultado, que ha sido reprimido o que es contenido, que es secreto o que ha sido cortado.
Puntualizamos que es muy interesante el dato de que el concepto “bâtsar” también se utilice para describir la acción de recoger racimos de uvas (Lev 25:5, 11; Det 24:21; Jue 9:27). Esto es así porque tal y como hemos identificado en el párrafo anterior, este concepto también se utiliza para describir la acción de cortar algo. O sea, que Dios le estaba diciendo al profeta que Él ha prometido revelar, enseñar, exponer cosas que ya no son porque fueron cortadas, o que habrá de exponer el fruto (como las uvas) que viene de camino y que aún no ha sido recogido.
Este concepto también es utilizado para describir cosas que han sido retenidas o que están encerradas: aquello que parece inaccesible. Un ejemplo de esto último es el proceso de extracción de las minas de metales preciosos como el oro y la plata. Otro uso es el de la enseñanza de aquellas cosas que son difíciles de entender. Un ejemplo de esto es la revelación del mensaje implícito en pasajes bíblicos que no parecen hacer sentido.
Es importante destacar que la Biblia siempre hace sentido; no existen contradicciones en ella. Hay explicaciones sólidas y coherentes para todas las ocasiones en las que encontramos pasajes bíblicos que parecen contradecirse. El mensaje que el Señor le dio al profeta Jeremías indica que el clamor, la oración incesante es la clave para poder encontrar esas explicaciones. Dios revela Su Palabra, puede enseñar en dónde encontrar investigaciones responsables, relevantes y coherentes que nos ayuden a entender los pasajes que parecen difíciles de entender. Una vez más, el clamor a Dios es la pieza clave de esta ecuación.
Este énfasis se repite una y otra vez en las Sagradas Escrituras. Dios se revela a través de la oración con una manifestación que transforma todas las cosas.
“9 Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oído oyó, Ni han subido en corazón de hombre, Son las que Dios ha preparado para los que le aman. 10 Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espíritu; porque el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. 11 Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios. 12 Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que proviene de Dios, para que sepamos lo que Dios nos ha concedido, 13 lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu, acomodando lo espiritual a lo espiritual.” (1 Cor 2:9-13)
“47 El rey habló a Daniel, y dijo: Ciertamente el Dios vuestro es Dios de dioses, y Señor de los reyes, y el que revela los misterios, pues pudiste revelar este misterio.” (Dan 2:47)
El tiempo de oración se transforma en una aventura de fe cuando logramos comprender estas verdades Escriturales. Clamar como instruye Dios a este profeta, garantiza sanidad y restauración, revelación y transformación. Esto es así porque cuando entramos en esa dimensión de la oración entramos en el tiempo de Dios. El tiempo de Dios es eterno, sin principio ni fin. La oración nos introduce en el tiempo eterno de Dios. El apóstol Pablo bebe de este conocimiento bíblico y lo traduce en sus oraciones (Efe 1:15-23; 3:14-21).
Es allí, orando en esta dimensión, que experimentamos las mejores y más intensas manifestaciones del amor de Dios. Descubrimos que esa manifestación no usa palabras, pero es capaz de establecer un nuevo ritmo para nuestras vidas. Dios dicta el ritmo de nuestra vida. Descubrimos que aunque no sintamos a Dios, Él siempre está presente. Estas dos (2) cosas garantizan la santificación de nuestro tiempo. Descubrimos que Dios ha santificado el tiempo de nuestra vida y que es por eso que deseamos vivir para Él y no para nosotros mismos.
Algunos especialistas en el campo de las disciplinas espirituales cristianas han dicho que esa dimensión de la oración nos hace despertar a la nueva creación de Dios. O sea, que experimentamos la transformación de nuestra perspectiva del tiempo. Ya ni siquiera lo consideramos nuestro porque se trata del tiempo de Dios.
Esa clase de manifestación de lo profundo y lo escondido que está en el corazón de Dios (1 Cor 2:9-10) transforma la oración en una ofrenda de acción de gracias. Esto surge porque hemos aprendido que no podemos medir el tiempo de la oración y no nos queda otra cosa que dar gracias por el privilegio de entrar a lo profundo del corazón de Dios. Es acerca de esta profundidad que Jeremías nos habla en el capítulo 33 del libro de su profecía.
Los estudiosos de este tema, el tema de la oración a la que Dios nos invita, han dicho que descubrimos en esa revelación que el asunto de la oración no es la oración en sí misma. El asunto principal de la oración es Dios. Tenemos que puntualizar que hay muchos creyentes que no han logrado agarrar este principio y se han limitado a vivir en la periferia de la oración.
Sucede algo extraordinario cuando esta verdad es enseñada por el Espíritu de Dios. La oración se convierte en una herramienta para clarificar nuestras esperanzas y nuestras intenciones; aquellas que son reales y que se encuentran en lo más profundo del corazón. La oración nos ayuda a descubrir y a clarificar nuestras verdaderas aspiraciones y las punzadas dolorosas que experimentamos, y hasta lo anhelos que olvidamos.
Abraham J. Heschel le puso un nombre a esta dimensión de la oración: “la cuarentena del alma.” O sea, que nos cuarentenamos para dejar de peregrinar en la vida alcanzando metas y conquistas que después no nos satisfacen o que encontramos que no eran tan importantes como habíamos pensado. Esto nos permite ser honestos con nosotros mismos, nos permite decirnos y decir a otros lo que realmente creemos y mantener nuestras posiciones sin titubear. Heschel decía que la oración es la base para la afirmación de estos acuerdos y de estas convicciones, para pensar correctamente y poseer la conciencia y la capacidad para pensar correctamente acerca de los retos que encontramos en la vida.
Jeremías dice en el capítulo 33 de su libro que esto es parte de lo que Dios ha prometido enseñar a aquellos que claman. La oración promueve que nos convirtamos en testigos de las maravillas de Dios, de Su presencia, de Su santidad, de Su majestad, de Su gloria y de Su amor insondable. Esto provoca la sanidad, provoca la restauración, provoca la revelación y la transformación.
Hay que señalar que la idea de la oración puede ser vista como asumir una obligación. Oramos porque se nos ha dicho que tenemos que orar. Es más, en ocasiones esto es visto como la puesta en marcha de las habilidades del ser humano para entablar una conversación con Dios y presentarle nuestras esperanzas, nuestras tristezas y nuestros deseos. Sin embargo, como han apuntado muchos especialistas en esta área, ese ejercicio es solo una paráfrasis y no una expresión precisa de lo que creemos. Esto es comprobable cuando examinamos las ocasiones en las que no terminamos orando como queríamos o como lo habíamos planificado.
Es que entrando a la oración descubrimos que realmente no somos capaces de hablar con el Dueño y el Creador de todas las cosas infinitas. Es por eso que nos acercamos a Él en el Nombre que es sobre todo nombre: el nombre de Cristo, Señor y Salvador nuestro.
Es orando en ese nombre que “tropezamos” con una de las maravillas inescrutables que provee la oración: la maravilla de un ser humano presentándose ante el Eterno. No olvidemos que el contacto con el Eterno no es un logro nuestro. Esto es un don que Dios nos ha provisto en Cristo y a través de Cristo. Ese don, acompañado por la fe que también hemos recibido como un regalo, nos convencen de que podemos estar cerca de Dios aún antes de comenzar a decir con palabras aquello que el corazón le quiere decir a Dios.
De hecho, veteranos en estas lides Cristianas aseguran que la oración comienza cuando acaban nuestras palabras. Las palabras solo abren esas puertas y que comienza a desatar el llanto del alma ante el umbral de aquello que es inefable, que no se puede “fablar” (significa hablar en el castellano antiguo). Es allí que descubrimos que poseemos una sed insaciable por lo incomprensible de Dios. El salmista lo expresaba de la siguiente forma:
“Cual ciervo jadeante en busca del agua, así te busca, oh Dios, todo mi ser. 2 Tengo sed de Dios, del Dios de la vida. ¿Cuándo podré presentarme ante Dios?” (Sal 42:1-2, NVI)
Es desde esta perspectiva que podemos concluir que la oración a la que Dios nos invita a través de Jeremías es una licencia para que Dios intervenga en nuestras vidas. Clamar para que Él nos enseñe presupone entonces que estamos dándole libertad al Espíritu Santo para que establezca en nosotros la voluntad divina, que esta prevalezca por encima de nuestras luchas, de nuestras necesidades, de nuestra voluntad.
La enseñanza de eso que Pablo describe como lo profundo de Dios también presupone el desarrollo de sanidades y de restauraciones inimaginables. El profeta Zacarías lo afirma así cuando utiliza el concepto “nâgad”, concepto que el profeta Jeremías traduce como enseñar (H5046) y lo traduce como un anuncio de Dios.
“12 Volveos a la fortaleza, oh prisioneros de esperanza; hoy también os anuncio que os restauraré el doble.” (Zac 9:12, RV 1960)
La frase “prisioneros de esperanza” describe a personas cautivas, atadas (“ʼâsı̂yr”, H615) que se han agarrado de una santa expectación, de una cuerda, de una esperanza de vida (“tiqvâh”, H6960). A estos se les hace un “nâgad”, un anuncio, una revelación. El Mesías del que Zacarías profetiza anuncia que esa esperanza no los dejará en vergüenza (Rom 5:5). Este profeta afirma que Dios los va a recompensar con el doble de las promesas que están esperando.
El Mesías que Zacarías presenta representa la culminación de las promesas que el Señor le hizo a David de un reino eterno (2 Sam 7:16; Isa 9:7). El Mesías que Zacarías presenta trae la salvación de Jehová. Ese Mesías es humilde y entraría en la ciudad de Jerusalén en un pollino hijo de asna.
“9 Alégrate mucho, hija de Sion; da voces de júbilo, hija de Jerusalén; he aquí tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna.” (Zac 9:9)
No hace falta mucho análisis para concluir que Cristo es el Personaje que hace el anuncio que Zacarías está comunicando. Cristo Jesús, el Mesías enviado por Dios, nuestro Señor y nuestro Salvador, es el que hace el “nâgad”, el anuncio, la enseñanza, la revelación para los prisioneros de esperanza.
Esto nos lleva a concluir que el clamor que describe el profeta Jeremías predica una agenda de liberación, de esperanza de liberación. Esa esperanza que nunca nos deja en vergüenza recibirá el doble de las promesas esperadas. Esa agenda de liberación predica transformación del presente y del futuro. La buena noticia es que ese “nâgad” está al alcance del clamor. ¡Hay que clamar, hay que clamar!
El clamor a Dios trae respuestas insospechadas, respuestas que están vestidas de eternidad. Pablo conocía estas verdades. Esta es una de las razones por las que insistía tanto en la oración; porque él conocía el poder que desata la oración.
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February
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March
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April
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AUTOR: MIZRAIM ESQUILIN GARCIA
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