September 11th, 2022
865 • El Heraldo Digital – Institucional • Volumen XVII • 11 de septiembre 2022
Análisis de las peticiones de la segunda oración de Pablo en la Carta a los Efesios (Pt. 6)
“14 Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, 15 de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra, 16 para que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; 17 para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, 18 seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, 19 y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios. 20 Y a Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros, 21 a él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén.” (Efe 3:14-21)
El Apóstol Pablo nos ha regalado en la Carta a los Efesios una revelación gloriosa de lo que es el poder de la oración. En su primera oración, Pablo nos permite sumergirnos en la capacidad que posee la oración que revela la grandeza del supereminente poder de Dios y que nos permite comprenderlo (Efe 1:15-23). En la segunda oración (Efe 3:14-21) Pablo utiliza la oración como una herramienta que procura provocar que toda la plenitud de Dios descienda en el corazón del creyente y que se quede allí habitando, morando, haciendo algo que Pablo describe con el concepto “katoikeō” (G2730).
Una vez más, este concepto describe el proceso de hacerle habitación a Cristo entregando todo el corazón. Esto es, Cristo habitando en nosotros para iniciar en nuestro ser interior un proceso de transformación que no se detiene hasta que Él sea formado en nosotros (Gál 4:19). Tal y como compartimos en nuestra reflexión anterior, el Espíritu de Dios inicia un proceso que no se detiene hasta que se logra que nosotros desaparezcamos y que seamos capaces de exclamar: “ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gál 2:19b). Todo esto está incluido en la primera parte del verso 17 del capítulo tres (3) de la carta antes citada:
“17 para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones.”
Las oraciones que el apóstol Pablo presenta en esta carta implican que él reconoce que hay síntomas de debilidad, de anemia espiritual, de desaliento y de depresión, mental y espiritual en los hermanos que se congregaban en la ciudad de Éfeso. Nosotros, los creyentes de la posmodernidad no somos distintos a esos hermanos en lo que respecta a esta sintomatología. Estas oraciones, particularmente la segunda, también describen que Dios había impactado el corazón de este apóstol haciéndole saber que Dios no quiere que sus hijos, aquellos que reconocemos a Jesucristo como nuestro Señor y Salvador, vivamos así. La voluntad de Dios es que nosotros vivamos saturados con la plenitud que Él nos ha prometido (Efe 3:19).
Tenemos que señalar que hay creyentes que se han quedado estancados con el cumplimiento de la primera petición que aparece en la segunda oración: “para que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu” (v.16). Esto es, reciben el empoderamiento del Espíritu Santo, convirtiéndose así en Cristianos poderosos. Sin embargo, no regresan a “la mesa de trabajo” para adquirir el remedio contra el desaliento, la duda, el temor interior, la depresión espiritual y la depresión mental.
La segunda petición de esta oración procura que Cristo habite en nuestros corazones: “17 para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones” (Efe 3:17a). Cuando esto ocurre todas las habitaciones de nuestro ser interior quedan saturadas y ocupadas por Aquél que sustenta todo lo que existe con la Palabra de Su poder (Heb 1:3).
Sabemos que esta frase pide que el corazón del creyente se convierta en el hogar de Cristo. La importancia de esta frase, tal y como hemos compartido en otras reflexiones, reside en que el corazón es el centro de nuestra vida. El corazón es el asiento de nuestros anhelos, de nuestros deseos, de nuestras emociones, de los afectos, de nuestras pasiones, y de nuestros impulsos. Cristo dijo más: Él dijo que es desde el “corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias” (Mat 15:18). Antes de esas expresiones Cristo había dicho que “el hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas; y el hombre malo, del mal tesoro saca malas cosas” (Mat 12:35).
Cuando el Pastor Wayne Barber analizó estos versos presentó lo que podemos describir como la ingeniería de la ocupación de Cristo en nuestros corazones. Barber, que se mudó a la eternidad en el año 2016, ofreció su interpretación de esta frase. Él explicaba el significado que posee la frase habitar en el corazón. Las cinco descripciones que ofrece este pastor acerca de esa ocupación son magistrales.
La primera habitación del corazón que él describe es la habitación de los pensamientos: “del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos” (Mcs 7:21a). Barber añadía que el mero hecho de que recibamos una invitación a considerar cómo son nuestros procesos mentales, los procesos para pensar, es considerado por muchos como una intromisión indebida. Así de difícil y de complicada es esa habitación.
¿Para qué quiere Cristo habitar en nuestros corazones? ¿Cuál es el propósito de esta ocupación? Es muy interesante el dato de que los Evangelios presentan varias escenas en las que nos dejan saber que Cristo conocía los pensamientos de aquellos con los que estaba interactuando. Examinemos algunos ejemplos de esto:
Estos datos afirman que Cristo no necesita estar en nuestros corazones para conocer nuestros
pensamientos. De hecho, la Biblia dice que uno de los propósitos del sacrificio de Cristo en la cruz del Calvario era el de revelar los pensamientos de muchos corazones.
“34 Y los bendijo Simeón, y dijo a su madre María: He aquí, éste está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha 35 (y una espada traspasará tu misma alma), para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones.” (Lcs 2:34-35).
Conociendo estos datos, entonces tenemos que afirmar que tener a Cristo habitando en nuestros corazones tiene como uno de sus propósitos transformar la habitación de nuestros pensamientos.
En el caso de la escena que encontramos en el capítulo nueve (9) del Evangelio de Lucas, Barber apunta que esta escena se produce luego de la transfiguración y de la reprensión de un demonio que atormentaba la vida de un hijo único. Esto es, luego de que tres (3) de los discípulos fueran seleccionados por Jesucristo para ser testigos de la revelación de la gloria del Hijo del Hombre tal y como la veremos el día de su regreso en gloria: luego de una manifestación impresionante e imponente de la autoridad que Jesucristo tiene sobre las potestades del maligno.
Estas dos escenas causaron división entre los discípulos. O sea, que la controversia que describe Lucas ocurre luego de que la gloria de Dios y la autoridad de Jesucristo fueran manifestadas. Tenemos que leer entre líneas que cuando Cristo no habita en nuestros corazones (Cristo todavía no lo hacía en los corazones de los discípulos), las manifestaciones carismáticas no garantizarán la unidad del pueblo de Dios. Tampoco lo harán las demostraciones del poder y la autoridad de Jesucristo nuestro Señor.
Estas manifestaciones de la gloria y de la autoridad de Cristo generaron discusiones acerca de las aspiraciones de poder que poseían los discípulos de Cristo. Dicho de otra forma, que los problemas que se desarrollan en la habitación de los pensamientos trascienden la experiencia de conocer y caminar con Cristo.
Barber comienza a resolver este dilema extrapolando este incidente a las advertencias que Pablo le hace a la iglesia que estaba en la ciudad de Corinto:
“3 Pues aunque andamos en la carne, no militamos según la carne; 4 porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, 5 derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo,” (2 Cor 10:3-5)
Sabemos que este postulado teológico ha cautivado a todos los creyentes que lo hemos leído. Una de las preguntas más comunes que surgen de su lectura es la siguiente: ¿cómo conseguimos llevar cautivo todo pensamiento a Cristo el Señor? ¿Cómo los cautivamos? (PDT) ¿Cómo los sometemos a Cristo? (DHH) ¿Cómo los capturamos? (NTV) Pablo ofrece una respuesta sencilla en la segunda oración que encontramos en la Carta a los Efesios: hay que permitir que Cristo sea el Dueño de la habitación en la que están nuestros pensamientos.
Estamos conscientes que este es un tema que puede desatar muchas vertientes muy intensas. Basta considerar los efectos nocivos o curativos que poseen nuestros pensamientos. Esta vertiente es más que suficiente para insertarnos en unas discusiones muy extensas. No obstante, la respuesta es la misma: no se trata de que nosotros venzamos en esta lucha y que podamos someter los pensamientos a base de las capacidades que tengamos. Esto nos colocaría en el umbral de convertirnos en actores independientes de la intervención divina, sin la necesidad de Dios para ser capaces de vencer en esos escenarios. Esta es una de las definiciones de lo que es el pecado.
Barber no argumenta muchas de las aseveraciones que hemos compartido aquí. Sin embargo, él afirma que no hay duda de que un hombre interior fortalecido por el Espíritu (Efe 3:16), que le ha cedido a Dios todas las habitaciones del corazón (v.17), es un hombre victorioso hasta en sus pensamientos. Esto es así, porque ese creyente automáticamente procurará refugiarse en la Palabra. Además, un creyente que tiene a Cristo ocupando esa habitación sabe que la Palabra encarnada es el nuevo Dueño de la habitación en la que residen nuestros pensamientos.
Otra de las habitaciones del corazón que Barber considera en sus escritos es la de nuestras actitudes. Unos versículos bíblicos ocuparon el centro de sus reflexiones sobre este punto de análisis:
“7 Le dijeron: ¿Por qué, pues, mandó Moisés dar carta de divorcio, y repudiarla? 8 Él les dijo: Por la dureza de vuestro corazón Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres; mas al principio no fue así. 9 Y yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de fornicación, y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada, adultera.” (Mat 19:7-9)
Hemos ennegrecido el concepto “dureza.” Este concepto es la traducción del vocablo griego “sklērokardia” (G4641). Es del prefijo de este concepto (“sklēros”, G4642) de donde emana lo que conocemos como esclerosis: el endurecimiento patológico de un órgano o de un tejido. O sea, que se trata de una enfermedad, una condición patológica. Esta perícopa o pasaje bíblico presenta la discusión acerca de porqué Dios permitió el divorcio en la sociedad israelita. La respuesta de Cristo apunta a que el divorcio no formaba parte del plan original de Dios. En el modelo bíblico está establecido que un hombre se casa con una mujer para estar unidos hasta que la muerte los separe. Una nota al calce: el plan de Dios no reconoce otra clase de uniones matrimoniales. El matrimonio bíblico es entre un hombre y una mujer y aquellos que deciden casarse deben estar unidos toda la vida.
Cristo añade a esta respuesta que lo que incidió en el plan de Dios fue la esclerosis del corazón del pueblo; en este caso, de los hombres y de las mujeres del pueblo de Dios. La dureza del corazón ocasionó la transformación de las actitudes de los matrimonios. O sea, que un corazón enfermo, endurecido, genera actitudes que pueden hasta interponerse en los planes de Dios.
Hay matrimonios que Dios formó con unos propósitos excelsos que se echaron a perder exactamente por esto: las malas actitudes. No estamos hablando de aquellos matrimonios en los que los abusos emocionales y/o físicos han echado a perder la relación. Estamos hablando acerca de una cantidad extraordinaria de matrimonios formados por Dios que se han disuelto. A muchos de ellos les hemos escuchado argumentar que no se habrían divorciado si hubiesen contado con la experiencia que poseen en el presente. La esclerosis del corazón echó a perder grandes planes que Dios tenía para ellos.
Algunos pueden pensar que esta condición solo trata acerca de las emociones y de los sentimientos conflictivos que terminan oponiéndose a los planes de Dios. Hay mucho más que emociones detrás de este concepto. Consideremos por un instante otro pasaje bíblico en el que se usa este concepto: “sklērokardia,” dureza del corazón:
“12 Pero después apareció en otra forma a dos de ellos que iban de camino, yendo al campo. 13 Ellos fueron y lo hicieron saber a los otros; y ni aun a ellos creyeron. 14 Finalmente se apareció a los once mismos, estando ellos sentados a la mesa, y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que le habían visto resucitado.” (Mcs 16:12-14)
En este caso estamos ante una reprimenda que Cristo le da a sus discípulos por la incapacidad que estos tenían para poder creer a los mensajeros que anunciaban que habían visto al Señor resucitado.
La incredulidad de ellos (“apistían”) estaba acompañada de la “sklērokardia,” la dureza del corazón. O sea, que los temores y las ansiedades provocadas por la crucifixión y el síndrome del abandono (el temor de que Cristo ya no estaría físicamente con ellos), provocaron incredulidad y la dureza del corazón. Esto es, un cambio en las actitudes para poder creer y confiar en Dios.
Un dato relevante es que unas semanas más tarde Cristo ascendería a los cielos y ya no estaría físicamente con ellos. Sin embargo, esa experiencia de separación no les produjo temor ni ansiedades incontrolables. La razón por la que esa experiencia no produjo en ellos actitudes nocivas ni dañinas es muy sencilla. Antes de que Cristo fuera a ascender a los cielos instruyó a los discípulos a que se aposentaran hasta recibir el empoderamiento del Espíritu Santo (Hch 1:4-9). En otras palabras, que entre otras cosas procuraran que el Espíritu de Dios formara a Cristo en cada una de las habitaciones que había en sus corazones.
Cuando Cristo habita en el corazón la habitación en la que se alojan las fuentes de nuestras actitudes queda vacunada contra el odio, contra el rencor, contra las enfermedades que atacan el ser interior, contra la esclerosis del corazón.
Existen tres (3) habitaciones adicionales que el Pastor Barber incluyó en sus análisis: la habitación de las emociones, la habitación de las cosas escondidas y la habitación de los procesos decisionales. Estas habitaciones serán el objeto de nuestra próxima reflexión.
Análisis de las peticiones de la segunda oración de Pablo en la Carta a los Efesios (Pt. 6)
“14 Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, 15 de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra, 16 para que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; 17 para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, 18 seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, 19 y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios. 20 Y a Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros, 21 a él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén.” (Efe 3:14-21)
El Apóstol Pablo nos ha regalado en la Carta a los Efesios una revelación gloriosa de lo que es el poder de la oración. En su primera oración, Pablo nos permite sumergirnos en la capacidad que posee la oración que revela la grandeza del supereminente poder de Dios y que nos permite comprenderlo (Efe 1:15-23). En la segunda oración (Efe 3:14-21) Pablo utiliza la oración como una herramienta que procura provocar que toda la plenitud de Dios descienda en el corazón del creyente y que se quede allí habitando, morando, haciendo algo que Pablo describe con el concepto “katoikeō” (G2730).
Una vez más, este concepto describe el proceso de hacerle habitación a Cristo entregando todo el corazón. Esto es, Cristo habitando en nosotros para iniciar en nuestro ser interior un proceso de transformación que no se detiene hasta que Él sea formado en nosotros (Gál 4:19). Tal y como compartimos en nuestra reflexión anterior, el Espíritu de Dios inicia un proceso que no se detiene hasta que se logra que nosotros desaparezcamos y que seamos capaces de exclamar: “ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gál 2:19b). Todo esto está incluido en la primera parte del verso 17 del capítulo tres (3) de la carta antes citada:
“17 para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones.”
Las oraciones que el apóstol Pablo presenta en esta carta implican que él reconoce que hay síntomas de debilidad, de anemia espiritual, de desaliento y de depresión, mental y espiritual en los hermanos que se congregaban en la ciudad de Éfeso. Nosotros, los creyentes de la posmodernidad no somos distintos a esos hermanos en lo que respecta a esta sintomatología. Estas oraciones, particularmente la segunda, también describen que Dios había impactado el corazón de este apóstol haciéndole saber que Dios no quiere que sus hijos, aquellos que reconocemos a Jesucristo como nuestro Señor y Salvador, vivamos así. La voluntad de Dios es que nosotros vivamos saturados con la plenitud que Él nos ha prometido (Efe 3:19).
Tenemos que señalar que hay creyentes que se han quedado estancados con el cumplimiento de la primera petición que aparece en la segunda oración: “para que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu” (v.16). Esto es, reciben el empoderamiento del Espíritu Santo, convirtiéndose así en Cristianos poderosos. Sin embargo, no regresan a “la mesa de trabajo” para adquirir el remedio contra el desaliento, la duda, el temor interior, la depresión espiritual y la depresión mental.
La segunda petición de esta oración procura que Cristo habite en nuestros corazones: “17 para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones” (Efe 3:17a). Cuando esto ocurre todas las habitaciones de nuestro ser interior quedan saturadas y ocupadas por Aquél que sustenta todo lo que existe con la Palabra de Su poder (Heb 1:3).
Sabemos que esta frase pide que el corazón del creyente se convierta en el hogar de Cristo. La importancia de esta frase, tal y como hemos compartido en otras reflexiones, reside en que el corazón es el centro de nuestra vida. El corazón es el asiento de nuestros anhelos, de nuestros deseos, de nuestras emociones, de los afectos, de nuestras pasiones, y de nuestros impulsos. Cristo dijo más: Él dijo que es desde el “corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias” (Mat 15:18). Antes de esas expresiones Cristo había dicho que “el hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas; y el hombre malo, del mal tesoro saca malas cosas” (Mat 12:35).
Cuando el Pastor Wayne Barber analizó estos versos presentó lo que podemos describir como la ingeniería de la ocupación de Cristo en nuestros corazones. Barber, que se mudó a la eternidad en el año 2016, ofreció su interpretación de esta frase. Él explicaba el significado que posee la frase habitar en el corazón. Las cinco descripciones que ofrece este pastor acerca de esa ocupación son magistrales.
La primera habitación del corazón que él describe es la habitación de los pensamientos: “del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos” (Mcs 7:21a). Barber añadía que el mero hecho de que recibamos una invitación a considerar cómo son nuestros procesos mentales, los procesos para pensar, es considerado por muchos como una intromisión indebida. Así de difícil y de complicada es esa habitación.
¿Para qué quiere Cristo habitar en nuestros corazones? ¿Cuál es el propósito de esta ocupación? Es muy interesante el dato de que los Evangelios presentan varias escenas en las que nos dejan saber que Cristo conocía los pensamientos de aquellos con los que estaba interactuando. Examinemos algunos ejemplos de esto:
- Un encuentro con los religiosos de su época: “Y conociendo Jesús los pensamientos de ellos…” (Mat 9:4)
- Un encuentro con los fariseos: “Sabiendo Jesús los pensamientos de ellos…” (Mat 12:25a)
- Un encuentro con escribas y fariseos: “Mas él conocía los pensamientos de ellos” (Lcs 6:8).
- Un encuentro con sus discípulos: “Y Jesús, percibiendo los pensamientos de sus corazones” (Lcs 9:47)
- Un encuentro con el pueblo: “Mas él, conociendo los pensamientos de ellos” (Lcs 11:17).
Estos datos afirman que Cristo no necesita estar en nuestros corazones para conocer nuestros
pensamientos. De hecho, la Biblia dice que uno de los propósitos del sacrificio de Cristo en la cruz del Calvario era el de revelar los pensamientos de muchos corazones.
“34 Y los bendijo Simeón, y dijo a su madre María: He aquí, éste está puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para señal que será contradicha 35 (y una espada traspasará tu misma alma), para que sean revelados los pensamientos de muchos corazones.” (Lcs 2:34-35).
Conociendo estos datos, entonces tenemos que afirmar que tener a Cristo habitando en nuestros corazones tiene como uno de sus propósitos transformar la habitación de nuestros pensamientos.
En el caso de la escena que encontramos en el capítulo nueve (9) del Evangelio de Lucas, Barber apunta que esta escena se produce luego de la transfiguración y de la reprensión de un demonio que atormentaba la vida de un hijo único. Esto es, luego de que tres (3) de los discípulos fueran seleccionados por Jesucristo para ser testigos de la revelación de la gloria del Hijo del Hombre tal y como la veremos el día de su regreso en gloria: luego de una manifestación impresionante e imponente de la autoridad que Jesucristo tiene sobre las potestades del maligno.
Estas dos escenas causaron división entre los discípulos. O sea, que la controversia que describe Lucas ocurre luego de que la gloria de Dios y la autoridad de Jesucristo fueran manifestadas. Tenemos que leer entre líneas que cuando Cristo no habita en nuestros corazones (Cristo todavía no lo hacía en los corazones de los discípulos), las manifestaciones carismáticas no garantizarán la unidad del pueblo de Dios. Tampoco lo harán las demostraciones del poder y la autoridad de Jesucristo nuestro Señor.
Estas manifestaciones de la gloria y de la autoridad de Cristo generaron discusiones acerca de las aspiraciones de poder que poseían los discípulos de Cristo. Dicho de otra forma, que los problemas que se desarrollan en la habitación de los pensamientos trascienden la experiencia de conocer y caminar con Cristo.
Barber comienza a resolver este dilema extrapolando este incidente a las advertencias que Pablo le hace a la iglesia que estaba en la ciudad de Corinto:
“3 Pues aunque andamos en la carne, no militamos según la carne; 4 porque las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, 5 derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo,” (2 Cor 10:3-5)
Sabemos que este postulado teológico ha cautivado a todos los creyentes que lo hemos leído. Una de las preguntas más comunes que surgen de su lectura es la siguiente: ¿cómo conseguimos llevar cautivo todo pensamiento a Cristo el Señor? ¿Cómo los cautivamos? (PDT) ¿Cómo los sometemos a Cristo? (DHH) ¿Cómo los capturamos? (NTV) Pablo ofrece una respuesta sencilla en la segunda oración que encontramos en la Carta a los Efesios: hay que permitir que Cristo sea el Dueño de la habitación en la que están nuestros pensamientos.
Estamos conscientes que este es un tema que puede desatar muchas vertientes muy intensas. Basta considerar los efectos nocivos o curativos que poseen nuestros pensamientos. Esta vertiente es más que suficiente para insertarnos en unas discusiones muy extensas. No obstante, la respuesta es la misma: no se trata de que nosotros venzamos en esta lucha y que podamos someter los pensamientos a base de las capacidades que tengamos. Esto nos colocaría en el umbral de convertirnos en actores independientes de la intervención divina, sin la necesidad de Dios para ser capaces de vencer en esos escenarios. Esta es una de las definiciones de lo que es el pecado.
Barber no argumenta muchas de las aseveraciones que hemos compartido aquí. Sin embargo, él afirma que no hay duda de que un hombre interior fortalecido por el Espíritu (Efe 3:16), que le ha cedido a Dios todas las habitaciones del corazón (v.17), es un hombre victorioso hasta en sus pensamientos. Esto es así, porque ese creyente automáticamente procurará refugiarse en la Palabra. Además, un creyente que tiene a Cristo ocupando esa habitación sabe que la Palabra encarnada es el nuevo Dueño de la habitación en la que residen nuestros pensamientos.
Otra de las habitaciones del corazón que Barber considera en sus escritos es la de nuestras actitudes. Unos versículos bíblicos ocuparon el centro de sus reflexiones sobre este punto de análisis:
“7 Le dijeron: ¿Por qué, pues, mandó Moisés dar carta de divorcio, y repudiarla? 8 Él les dijo: Por la dureza de vuestro corazón Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres; mas al principio no fue así. 9 Y yo os digo que cualquiera que repudia a su mujer, salvo por causa de fornicación, y se casa con otra, adultera; y el que se casa con la repudiada, adultera.” (Mat 19:7-9)
Hemos ennegrecido el concepto “dureza.” Este concepto es la traducción del vocablo griego “sklērokardia” (G4641). Es del prefijo de este concepto (“sklēros”, G4642) de donde emana lo que conocemos como esclerosis: el endurecimiento patológico de un órgano o de un tejido. O sea, que se trata de una enfermedad, una condición patológica. Esta perícopa o pasaje bíblico presenta la discusión acerca de porqué Dios permitió el divorcio en la sociedad israelita. La respuesta de Cristo apunta a que el divorcio no formaba parte del plan original de Dios. En el modelo bíblico está establecido que un hombre se casa con una mujer para estar unidos hasta que la muerte los separe. Una nota al calce: el plan de Dios no reconoce otra clase de uniones matrimoniales. El matrimonio bíblico es entre un hombre y una mujer y aquellos que deciden casarse deben estar unidos toda la vida.
Cristo añade a esta respuesta que lo que incidió en el plan de Dios fue la esclerosis del corazón del pueblo; en este caso, de los hombres y de las mujeres del pueblo de Dios. La dureza del corazón ocasionó la transformación de las actitudes de los matrimonios. O sea, que un corazón enfermo, endurecido, genera actitudes que pueden hasta interponerse en los planes de Dios.
Hay matrimonios que Dios formó con unos propósitos excelsos que se echaron a perder exactamente por esto: las malas actitudes. No estamos hablando de aquellos matrimonios en los que los abusos emocionales y/o físicos han echado a perder la relación. Estamos hablando acerca de una cantidad extraordinaria de matrimonios formados por Dios que se han disuelto. A muchos de ellos les hemos escuchado argumentar que no se habrían divorciado si hubiesen contado con la experiencia que poseen en el presente. La esclerosis del corazón echó a perder grandes planes que Dios tenía para ellos.
Algunos pueden pensar que esta condición solo trata acerca de las emociones y de los sentimientos conflictivos que terminan oponiéndose a los planes de Dios. Hay mucho más que emociones detrás de este concepto. Consideremos por un instante otro pasaje bíblico en el que se usa este concepto: “sklērokardia,” dureza del corazón:
“12 Pero después apareció en otra forma a dos de ellos que iban de camino, yendo al campo. 13 Ellos fueron y lo hicieron saber a los otros; y ni aun a ellos creyeron. 14 Finalmente se apareció a los once mismos, estando ellos sentados a la mesa, y les reprochó su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que le habían visto resucitado.” (Mcs 16:12-14)
En este caso estamos ante una reprimenda que Cristo le da a sus discípulos por la incapacidad que estos tenían para poder creer a los mensajeros que anunciaban que habían visto al Señor resucitado.
La incredulidad de ellos (“apistían”) estaba acompañada de la “sklērokardia,” la dureza del corazón. O sea, que los temores y las ansiedades provocadas por la crucifixión y el síndrome del abandono (el temor de que Cristo ya no estaría físicamente con ellos), provocaron incredulidad y la dureza del corazón. Esto es, un cambio en las actitudes para poder creer y confiar en Dios.
Un dato relevante es que unas semanas más tarde Cristo ascendería a los cielos y ya no estaría físicamente con ellos. Sin embargo, esa experiencia de separación no les produjo temor ni ansiedades incontrolables. La razón por la que esa experiencia no produjo en ellos actitudes nocivas ni dañinas es muy sencilla. Antes de que Cristo fuera a ascender a los cielos instruyó a los discípulos a que se aposentaran hasta recibir el empoderamiento del Espíritu Santo (Hch 1:4-9). En otras palabras, que entre otras cosas procuraran que el Espíritu de Dios formara a Cristo en cada una de las habitaciones que había en sus corazones.
Cuando Cristo habita en el corazón la habitación en la que se alojan las fuentes de nuestras actitudes queda vacunada contra el odio, contra el rencor, contra las enfermedades que atacan el ser interior, contra la esclerosis del corazón.
Existen tres (3) habitaciones adicionales que el Pastor Barber incluyó en sus análisis: la habitación de las emociones, la habitación de las cosas escondidas y la habitación de los procesos decisionales. Estas habitaciones serán el objeto de nuestra próxima reflexión.
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March
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AUTOR: MIZRAIM ESQUILIN GARCIA
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