Notas del Pastor MJ: Levanta tu mirada

La vergüenza no es precisamente algo que nos guste experimentar. Creo que si hiciéramos una encuesta sobre este particular, prácticamente todo el mundo estaría de acuerdo que desean evitar el ser avergonzados. Recuerdo varias experiencias de mi niñez en las cuales experimenté vergüenza, algunas de ellas autoinfligidas. En una ocasión tuve una pelea en la escuela, en medio de una etapa de rebeldía. No me fue muy bien y tuve que cargar las evidencias de dicho evento, en mi rostro (específicamente un ojo morado) por un tiempo. Recuerdo que el domingo posterior a dicho suceso, cuando fuimos a la iglesia que asistíamos, decidí esconderme en el cuarto de sonido para evitar que las personas me vieran y me preguntaran qué me había pasado en el ojo. La vergüenza que sentí fue suficiente para motivarme al retiro de cualquier futuro escenario de peleas escolares. Hay una cantidad significativa de anécdotas que podría mencionar al respecto, de diferentes contextos. Pero lo cierto es que todos en algún punto hemos experimentado algún tipo de vergüenza.

La vergüenza puede ser causada por varios factores, incluyendo el no ser correspondidos como lo esperábamos, el haber incumplido con unas expectativas, el haber sido excluidos, marginados o el habernos expuesto a una experiencia de forma indeseada. Pero es bien interesante notar que la vergüenza no significa lo mismo en todas las culturas. Para las personas de culturas orientales la vergüenza puede ser interpretada como algo útil para el desarrollo del carácter y no necesariamente se considera una señal negativa . Dentro de estas culturas la vergüenza puede ser traducida a algo parecido a lo que nosotros llamaríamos el sentido de culpa; que a su vez nos hace reflexionar y mejorar sobre algún comportamiento particular. Por eso el apóstol Pablo utilizaba ese término como parte de una amonestación a los Corintios; quienes conocían el buen proceder sobre algunos asuntos, pero no actuaban conforme a lo que debían hacer (1 Corintios 4:14). Pero para nosotros que vivimos dentro de la cultura occidental, hablar de vergüenza es tocar un tema sensitivo e indeseado. No queremos quedar en vergüenza.

Afortunadamente tenemos un Dios que nos ayuda en nuestras debilidades, que nos defiende y que desea perfeccionar nuestras sendas, de modo que evitemos caer en situaciones que nos puedan impactar. No obstante, nosotros todos cargamos con un factor que nos expone a la más grande de las vergüenzas. Este factor se llama pecado. Producto de nuestra naturaleza pecaminosa tu y yo estamos destinados a experimentar la más grande de las vergüenzas, el ser excluidos de la comunión íntima con el Padre. Nadie puede ser digno de tener una relación directa con el Padre porque somos criaturas propensas a fallar una y otra vez. Nuestra naturaleza nos descalifica pero la gracia de Cristo nos ha hecho dignos. A través de su sacrificio en la Cruz, Jesús cargó nuestra vergüenza, nuestra maldad y nuestro pecado. Hoy podemos entrar con toda confianza delante del Padre, delante de su presencia y va llegar un gran día en el cual le vamos a poder ver cara a cara.

Mi invitación hoy es a que levantes tu rostro. Cualquiera que haya sido la fuente de tu vergüenza puede ser erradicada por la presencia de Dios en tu vida. Más significativo aún, nuestra salvación está garantizada en Cristo y con esta garantía podemos renunciar a nuestra vergüenza producto de nuestra maldad. Levanta tu mirada, Dios ha quitado tu vergüenza.

Los que miraron a él fueron alumbrados, Y sus rostros no fueron avergonzados. (Salmo 34:5)

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