834 • El Heraldo Digital – Institucional • Volumen XVII • 6 de Febrero 2022

Tenemos esperanza en el Dios que nos sana: (Parte 1)  Reflexión por el Pastor/Rector: Mizraím Esquilín-García 834 • El Heraldo Digital – Institucional • Volumen XVII • 6 de febrero 2022

Su problema no fue la carrera.  El rey de turno iba en carros impulsados por caballos.  Pero a pesar de que él corría a pie, llegó primero al valle.  Era necesario que él se apresurara pues el cielo se oscureció y venía una gran lluvia.  Su velocidad para descender de aquel monte fue impresionante y sobrehumana.  Pero él no dudó ni por un instante, él iba a llegar primero y corriendo a pie lo logró.
 
Su problema no fue la batalla.  De alguna forma milagrosa obtuvo las fuerzas para pelear contra 400 hombres y vencerlos sin dificultad alguna.  Es cierto que no ofrecían ninguna resistencia formidable en batalla, pues se trataba de un grupo de sacerdotes.  Pero él tampoco era un hombre de guerra y la estamina era importante para lograr hacer esto.  Inclusive, no tuvo problemas para agenciarse una autoridad militar que no poseía, autoridad que utilizó para mandar a apresar a estos hombres paganos.  Ese día consiguió una gran victoria.

El problema no fue su comunión con Dios.  Este hombre pidió y los cielos fueron abiertos.  Pocas personas a lo largo de la historia de la humanidad han sido testigos de lo que ocurrió por virtud del clamor de este hombre.  Una llamarada del cielo descendió con una precisión micrométrica, que solo pudiera haber sido conseguida por asistencia de equipos satelitales y supercomputadoras.  El proyectil celeste descendió en una localización específica, consumiendo el holocausto, la leña, las piedras, el polvo y el agua de las zanjas; esto sin hacer ningún daño al público presente.  Todo ocurrió, tal y como él lo pidió.

El problema no fue la logística de aquel día.  Él tenía el poder de convocatoria y tuvo la capacidad de reunir al pueblo y a las huestes de aquel dios pagano.  La actividad se dio, tal y como él lo había planificado.  La gente no se marchó hasta que culminó todo.  Él se encargó de obtener los materiales y las herramientas para la construcción de los altares, la leña, los animales para el sacrificio y el transporte de todas estas cosas.  El dinero para todo este ensamblaje apareció y la mano de obra se hizo sentir.  Pero no conforme con esto, él se encargó de varios detalles adicionales.  Él no quería dejar lugar a dudas; su Dios era más poderoso que Baal.  Para demostrar esto tuvo que coordinar la construcción de zanjas adicionales, tuvo que conseguir agua y coordinar su transporte y almacenaje.  No hubo mayores dificultades con nada de eso.    

Su problema no consistió en sus fuerzas, en sus capacidades o en los recursos para el gran día.  Su problema no tuvo nada que ver con el evento. Su problema vino después; después que culminó todo, después de la gran reunión, después de la oración milagrosa, después del despliegue profético, después del fuego que descendió del cielo, después de la gran batalla, después de la carrera.  Su problema comenzó cuando le prestó oído a las palabras de ella.  Ella no tenía las conexiones celestiales que tenía él, pero era la reina de turno.  El caminaba con alguien más alto y poderoso de su lado.  Pero se llenó de temor porque ella se sentaba en el trono y le amenazó.   Esta amenaza le sumió en una tristeza que le llevó a huir para esconderse en el desierto.  Su depresión se extendió por días y semanas, hasta que un día, sentado en una cueva, escuchó una voz que le dijo:  ¿Qué haces aquí, Elías?    

Siempre me ha cautivado la historia del profeta Elías.  Es alguien que irrumpe en medio del relato bíblico sin previo aviso.  La Biblia no habla mayores detalles de su contexto, familia o desarrollo ministerial.  Sin embargo, tan pronto él es introducido exhibe una autoridad sobrenatural. Elías era capaz de cerrar los cielos y volverlos a abrir con una simple oración.  Él era capaz de hacer descender fuego del cielo en cualquier momento.  Él era capaz de hacer milagros y prodigios en el nombre de Jehová su Dios, para bendición de los necesitados.  Inclusive, uno de los primeros relatos de resurrección que aparecen listados en la Biblia es atribuido a su ministerio.  Cuando llegó el día del gran reto, la batalla frente a los profetas de Baal, él como profeta del Dios vivo, mantuvo su compostura y su corazón no desmayó.  A menudo nos pasa de forma similar.  Podemos enfrentar retos de gran envergadura, sin mayor dificultad.  La adrenalina del momento nos mueve y nos sentimos energizados, listos para la batalla.  Nuestro problema no son nuestras fuerzas, nuestras capacidades, nuestras conexiones o recursos.  De frente al calor de la crisis o la tormenta podemos accionar e inclusive salir airosos.  Pero cuando se acaba la adrenalina, nuestras defensas se van al suelo.  Es ahí cuando nos volvemos más vulnerables al desánimo, a la tristeza y a la depresión.
 
El profeta Elías experimentó precisamente esto, luego del desenlace exitoso frente a los profetas de Baal en el monte Carmelo.  Luego de un gran desafío en el cual había resultado victorioso sus defensas se fueron al suelo. El recibe las amenazas de Jezabel, la reina de turno; amenazas que atentaban contra su vida.  Es bien curioso porque este mensaje fue enviado de una manera particular.  Por supuesto, para aquel entonces no existían artefactos de telecomunicaciones ni mucho menos la comunicación digital.  Fue un mensajero quien le hizo llegar el recado de parte de Jezabel (1 Reyes 19:2).  La palabra que se utiliza para describir el término mensajero en este pasaje מַלְאָךְ (malak – H4397) puede ser utilizada para hablar de cualquier tipo de mensajero, incluyendo ángeles que son enviados con comunicados de parte de Dios o que sirven como sus representantes.  El error de Elías es que le prestó atención al mensajero equivocado, al emisario de Jezabel.   Palabras con luz: Nunca podemos darnos el lujo de prestarle atención al mensajero equivocado.  Si ha habido una época en la cual esto representa un riesgo inminente, es esta en la cual vivimos.  A diario somos informados por diversos mensajeros que intentan minar nuestra confianza, nuestra Fe y hasta nuestra capacidad para confiar en Dios y en su Palabra.  La resultante final es que, tal y como le sucedió a Elías, nos quedamos sin fuerzas.  A ti y a mi nos toca dejar de prestarle atención a la duda, a la ansiedad, a la tristeza y al desgaste acumulativo de estos tiempos.  Todo eso trae consigo anuncios de amenazas de muerte y si le prestamos nuestro oído, no vamos a tardar en querer huir para escondernos en nuestros desiertos.  Nuestro amigo Elías experimenta esto y se llenó de temor.  El relato bíblico nos describe con lujo de detalles lo que aconteció luego de esto:

 “Viendo, pues, el peligro, se levantó y se fue para salvar su vida, y vino a Beerseba, que está en Judá, y dejó allí a su criado. Y él se fue por el desierto un día de camino, y vino y se sentó debajo de un enebro; y deseando morirse, dijo: Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres.” (1 Reyes 19:3-4)
 
La angustia del profeta era una severa.  No hacía mucho estaba en la cúspide del éxito, llevando a una nación entera al arrepentimiento.  Ahora no quería vivir.  Podríamos explorar las causas de su estado anímico.  Pero es importante señalar que esto no definió al profeta como persona.  El reverendo Henry Donal Maurice Spence hablaba de esto en su comentario sobre el libro de los Reyes.  Él decía que los cambios en los estados de ánimo del ser humano no son un índice de su carácter.  No somos infieles porque atravesemos épocas de duda.  No somos reprobados por que estemos profundamente conscientes de nuestro pecado. De la misma forma, el disfrutar fervientemente un servicio en la iglesia no nos hace Cristianos.  Nuestras emociones pueden hacernos atravesar temporadas que parezcan tan distantes como la cima de un monte y el valle.  Pero en medio de todas esas épocas, el propósito de Dios para nuestras vidas no expira y su compañía no desaparece.  Este testimonio se materializa en la vida de Elías, quien recibe una visita.

“y he aquí luego un ángel le tocó, y le dijo: Levántate, come. Entonces él miró, y he aquí a su cabecera una torta cocida sobre las ascuas, y una vasija de agua; y comió y bebió, y volvió a dormirse.  Y volviendo el ángel de Jehová la segunda vez, lo tocó, diciendo: Levántate y come, porque largo camino te resta.”  (1 Reyes 19:5-8)  
 
El profeta estaba atravesando por temporadas de temor, cansancio físico, soledad, duda frustración, ausencia de simpatía y un sentimiento de impotencia entre otras cosas.  Pero Dios se acordó de él y no le reprochó por su situación actual.  Al contrario, Dios hace dos cosas, le sustenta y le recuerda su propósito.  Dios le envía un ángel para que le alimente y le envía a decir que le resta un largo camino.  El propósito de Dios es lo que define la vida del ser humano.  Frente a nuestras temporadas de duda, tristeza y angustia es maravilloso recibir el sustento del cielo, pero es igualmente poderoso el saber que Dios no ha terminado con nosotros.  El mundo a nuestro alrededor quiere forjar la opinión de que valemos por nuestro estado de ánimo, por nuestra capacidad o por nuestras fortalezas.  Pero aquel que fue capaz de conocer la angustia del Getsemaní nos ha visto, tiene misericordia de nosotros y va a salir a nuestro encuentro.  Y con ese encuentro nos recuerda que le pertenecemos y que aún tiene planes para con nosotros.
El profeta Elías recibe fuerzas nuevas del cielo y logra caminar 40 días y 40 noches (1 Reyes 19:8).  Esto no es un logro menor, más bien bastante significativo.  Solo es necesario pensar cuánto nos cuesta caminar varias horas por una vereda en el bosque.  Ahora extrapole eso a cuarenta días, sin la sombra de un árbol a su alrededor.   El testimonio del sustento de Dios fue real en la vida del profeta.  Nuestro amigo Elías llega a una cueva, en el monte de la revelación de Dios.  Era necesario que él llegara a ese lugar porque el proceso de restauración de Dios aún no había concluido.  Es en el lugar de la revelación de Dios que nuestros pensamientos son afirmados, nuestro corazón recibe la Palabra de Dios y nuestra vida es transformada.  Es en esa cueva donde Dios mismo se le acerca y le pregunta ¿Qué haces aquí, Elías?
Esta pregunta es tan poderosa que amerita varios sermones para ser analizada.  No era que Dios no sabía la contestación.  Dios no ignora nuestras circunstancias.  Más bien él quería darle la oportunidad al profeta para que iniciara el diálogo.  Pero Dios hace esto de la manera más dulce y tierna.  Dios se le acerca al profeta llamándole por su nombre.  Ese mismo testimonio lo podemos experimentar en nuestras vidas.  Para Dios tú no eres un número de registro.  Tu no cuentas por tu membrecía en una iglesia o por tu posición en una denominación.  El Rey del universo conoce tu nombre y hoy te está llamando.  Dios no solo invita a Elías a conversar, sino que le escucha.  Luego de escuchar todo lo que el profeta tiene que decir (1 Reyes 19:10) Dios le invita a salir de la cueva para mostrarle algo.  Siempre es necesario salir de nuestras cuevas para recibir la revelación de parte de Dios.  Es en ese momento que Elías vió lo siguiente:
“Y he aquí Jehová que pasaba, y un grande y poderoso viento que rompía los montes, y quebraba las peñas delante de Jehová; pero Jehová no estaba en el viento. Y tras el viento un terremoto; pero Jehová no estaba en el terremoto. Y tras el terremoto un fuego; pero Jehová no estaba en el fuego. Y tras el fuego un silbo apacible y delicado. Y cuando lo oyó Elías, cubrió su rostro con su manto” (1 Reyes 19:11-13)
 
Dios le permite experimentar a Elías una manifestación con múltiples elementos. Hay quienes pueden argumentar que lo que vió Elías fue una simple visión.  Pero el relato bíblico presupone que fue una experiencia real para el profeta.  Sin embargo, lo más importante es que la Biblia señala con lujo de detalles que la presencia de Dios no estaba en ninguna de las tres primeras experiencias.  Dios no se encontraba en el viento, ni en el terremoto ni en el fuego.  Dios decidió revelarse al profeta desde un silbo apacible y delicado.  El sonido de una voz dulce o el dulce sonar de un instrumento, pueden ser traducciones apropiadas para esta frase que en la versión Reina Valera 1960 se nombra como silbo apacible.  De una manera clara y precisa podemos decir que Dios le cantó al profeta y en medio de esa canción Dios le transformó.

No existe experiencia más hermosa que escuchar la canción del cielo.  Yo he estado en esos momentos en los cuales las noticias del camino pueden generar toda clase de emociones.  Pero al recibir la canción de Dios y ser envueltos en esa presencia, cualquier dejo de tristeza es desecho y toda angustia queda sana.  La sanidad que necesita nuestra alma no proviene de metodologías humanas.  Tampoco proviene de nuestra buena intención ni de las experiencias que podamos tener.  No hace falta una mente analítica ni entrar en nuestras propias razones para dirimir o decidir qué es lo que es apropiado o no.  Cuando el corazón duele nosotros necesitamos la canción del cielo.  Y cuando esa canción es cantada por el mismo Padre, los efectos son extraordinarios.  El profeta Sofonías lo decía de una manera poderosa:
      “Jehová está en medio de ti, poderoso, él salvará; se gozará sobre ti con alegría, callará de amor, se regocijará sobre ti con cánticos.”( Sofonías 3:17)
 
Luego de envolverlo en su canción, Dios le sana de su depresión de tres maneras.  Lo primero que Dios hace es que le deja saber que él está cerca.  Cualquier pecado que necesitara ser confesado, debilidad que debiera ser conquistada o duda que requiriera ser disipada podía recibir la atención adecuada porque en la presencia de Dios hay apertura para todas esas cosas.  Es interesante que Dios le deja hablar nuevamente (1 Reyes 19:14).  Aun cuando Elías le repitió a Dios exactamente el mismo discurso que le había dicho anteriormente (verso 10), Dios no le rechazó.  Él le volvió a escuchar.  Esa es la naturaleza de Dios, un Dios accesible, un Dios que nos escucha, que nos invita.
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.” (Mateo 11:28)
 
Lo segundo que Dios hace es que le vuelve a comisionar.  Dios le encomienda una vez más a cumplir su tarea profética, trazándole un plan específico (1 Reyes 19:15-16).  Es bien interesante porque Elías se había auto descalificado para la tarea.  Él se había acogido a si mismo al retiro, sin consultarle a Dios.  Pero el llamado de Dios no había expirado.  Los llamados de Dios no tienen fecha de expiración en la vida del creyente.  En muchas ocasiones, los eventos del camino pueden hacernos pensar que no damos el grado, que no estamos capacitados o inclusive que somos inservibles en las manos de Dios.  En ocasiones estas decisiones se toman de forma pasiva, sin darnos cuenta.  En ocasiones activamente tomamos la decisión de hacernos a un lado, sin consultarle a Dios.  El Padre amante nos deja saber que él cuenta con nosotros, aun cuando los lastres del camino hayan agotado nuestras fuerzas, minado nuestra Fe y desgastado nuestra vitalidad, él es capaz de restaurar nuestra alma y corazón.  Él es capaz de sanar nuestro ser y devolvernos a nuestra encomienda; porque nos ama y está contando con nosotros.
Lo tercero que Dios hace es que le deja saber que la victoria está asegurada.  El profeta no está tan solitario como él pensaba.  Había un ejército de siete mil cuyas rodillas no se habían doblado ante Baal y cuyas bocas no le habían besado (1 Reyes19:18).  Junto a ese grupo de personas el profeta podría continuar con su misión de proclamar el nombre de Jehová con toda fuerza.  La victoria ante Baal ya estaba asegurada.  Hay una promesa poderosa en estos versos. Nunca estamos solos.  Ciertamente no estamos solos porque Dios está de nuestro lado.  Pero él también ha provisto la ayuda de los santos, de los fieles, de aquellos que de igual forma buscan el rostro de Dios con pasión.  Cercano a ti puede haber alguien con quien puedes orar, con quien puedes dialogar y hasta buscar consejo.  Aun cuando en ocasiones esa cercanía no puede ser lograda de forma geográfica, hoy en día las distancias pueden ser acortadas por virtud de la tecnología de las comunicaciones. Siempre hay alguien disponible para ti, al alcance de una llamada, al alcance de un texto, o al alcance de un mensaje de voz.  En la unidad del cuerpo nuestra victoria frente al mundo está garantizada.  

    Hay una palabra de esperanza para ti y para mí.  Los tiempos difíciles pueden proporcionar peligros inminentes para nuestro estado emocional.  Aun cuando de entrada manejemos la crisis inmediata con tesón y valentía, nuestro corazón puede flaquear posteriormente. De entrada, debemos cuidar nuestro oído y saber a cuál mensajero le vamos a prestar atención.  El mensajero que siempre debemos escuchar es el Espíritu Santo, quien nos recuerda las enseñanzas de Cristo y nos dirige hacia toda la verdad.  Pero aun cuando le prestemos nuestra atención a la ansiedad y al temor y quedemos sumergidos en las tristezas y la depresión, aun así, todavía hay esperanza.  Hay esperanza en el nombre del Dios que nos sustenta y que nos devuelve el propósito.  Hay esperanza en el Dios que nos canta, que se revela a nuestra vida de forma dulce.  Hay esperanza en el Dios que nos sana.  Hay esperanza en el Dios que nos sana dejándonos saber que está cerca.  Hay esperanza en el Dios que nos sana comisionándonos una vez más.  Hay esperanza en el Dios que nos sana asegurando nuestra victoria.
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