863 • El Heraldo Digital – Institucional • Volumen XVII • 28 de agosto 2022

863 • El Heraldo Digital – Institucional • Volumen XVII • 28 de agosto 2022
Análisis de las peticiones de la segunda oración de Pablo en la Carta a los Efesios (Pt. 4)

 “14 Por esta causa doblo mis rodillas ante el Padre de nuestro Señor Jesucristo, 15 de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra, 16 para que os dé, conforme a las riquezas de su gloria, el ser fortalecidos con poder en el hombre interior por su Espíritu; 17 para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, 18 seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, 19 y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios. 20 Y a Aquel que es poderoso para hacer todas las cosas mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos, según el poder que actúa en nosotros, 21 a él sea gloria en la iglesia en Cristo Jesús por todas las edades, por los siglos de los siglos. Amén.”   (Efe 3:14-21)

Hemos estado reflexionando acerca de la segunda oración paulina que encontramos en la Carta a los Efesios: Efesios 3:14-21. Nuestra reflexión más reciente fue dedicada al análisis de la segunda petición que encontramos en esa oración: “para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones” (Efe 3:17). El concepto que se traduce aquí como “habitar” ocupó gran parte de esa reflexión.

Decíamos allí que esta petición procura que Cristo el Señor haga “katoikeō” (G2730) en los corazones de los creyentes. Sabemos que este concepto describe que aquel que habita en ese lugar lo hace de forma permanente. O sea, que no se trata de un huésped o de un visitante. Repetimos: este concepto describe a alguien que vive de manera permanente en ese lugar. Añadimos a esto que según Filón de Alejandría, este concepto trasciende la habitación física para insertarse en la definición de pertenencia y de identidad. O sea, que “katoikeō”, “habitar”, describe una acción que va mucho más allá de residir de manera permanente en un lugar, de hacer de este lugar la morada.
 
Más de uno se preguntará por qué es que esto es así. La respuesta a esta pregunta surge del análisis del concepto mismo. El concepto griego “katoikeō” es en sí una palabra compuesta por los términos “katá” (G2596) y “oikeō” (G3611). El primero, “katá”,  es una preposición que se usa para enfatizar distribución e intensidad. El segundo, “oikeō”, describe la acción de ocupar, de residir y de habitar.

El primer concepto, “katá”, se utiliza para describir extensión hacia abajo (Lcs 10:32), hacia los lados, en todas las direcciones (Lcs 8:39; Hch 9:42), por un sendero o por una ruta (Lcs 10:4). Es más, este concepto se utiliza para describir la ocupación entre los espacios que hay entre los objetos que están colocados en un lugar (Lcs 9:6; Hch 8:26; 9:31; 21:21). Su uso es todavía más amplio cuando consideramos que este concepto también se utiliza para describir algo que está alrededor, un tiempo cercano a otro tiempo (Hch 16:25) y hasta para invocar en el nombre de un garante (Mt 26:63; Heb 6:13).

Las aplicaciones de lo que hemos visto hasta aquí son impresionantes. Describir el “katoikeō” es similar a definir la acción de habitar o de residir en un lugar extendiéndose en todas las direcciones; inlcuyendo hacia abajo. El uso de este concepto predica que aquél que hace “katoikeō” ocupa los espacios entre los objetos que hay en esa habitación; que se mueve en todas las direcciones. El uso de este concepto describe la invocación del nombre de aquel que sirve como garante de que habrá de ocurrir lo que se ha prometido. El uso de este concepto conecta hasta los espacios de tiempo; uno con el otro. En otras palabras, que se afecta el transcurso y el discurso del tiempo entre un suceso y otro. No olvidemos que Pablo está pidiendo que Cristo haga “katoikeō” en el corazón de cada creyente.

Pablo está pidiendo que Cristo se mueva y ocupe todos los espacios que hay en el corazón del creyente, incluyendo aquellos que están abajo, escondidos en el subsuelo del alma. Pablo está pidiendo que Cristo conecte los espacios de tiempo que llevamos por dentro. Pablo está pidiendo que los creyentes lleven por dentro la seguridad y la convicción de que el Garante de nuestras promesas vive dentro de nosotros.

El Léxico Griego del Nuevo Testamento que conocemos como el Louw & Nida ofrece algunos ejemplos de esto último. Este recurso académico destaca que el prefijo “katá” se utiliza como un marcador de tiempo que hace traslapo (“overlapping”), que es simultáneo con otro tiempo. Por ejemplo, Pedro y Juan suben al templo en la hora novena, la de la oración (Hch 3:1). Otro ejemplo: “No endurezcáis vuestros corazones, Como en la provocación, en el día de la tentación en el desierto” (Heb 3:8).
 
Este uso del concepto “katoikeō”, cuando se utiliza el genitivo, coloca al habitante realizando conexiones de espacio y tiempo en el lugar en el que habita. En otras palabras, el dueño del lugar, el habitante de ese lugar conecta lo que es con lo que va a ser. Es de aquí que emana la transformación de la identidad y del sentido de pertenencia en el uso del concepto “katoikeō”.
Repasemos todos estos datos que se desprenden del análisis de la petición paulina que estamos considerando; “para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones.” El Apóstol Pablo está pidiendo que el corazón de cada creyente sea habitado por Uno que tiene que venir a ser mucho más que un huésped o un invitado. Pablo está pidiendo que ese huesped se convierta en un Residente permanente con licencia para extenderse en todas las direcciones de esos corazones. Pablo está pididendo que este Residente ocupe todos los espacios que existen en cada uno de esos corazones. Pablo está pidiendo que ese Residente divino sirva en ese corazón como garante de que se puede invocar la presencia del Todopoderoso con la seguridad de que las promesas celestiales se van a cumplir.

Además, Pablo está pidiendo que ese Residente amoroso tenga la libertad de conectar todos los puntos de espacio y tiempo que se encuentren en la pergrinación de ese corazón. En otras palabras, lo que es y lo que hay con lo que todavía no es y con lo que aun no ha sido alcanzado. Pablo está pidiendo que el Dueño de ese corazón conecte la tristeza existente con la alegría celestial que Él trae. El apóstol pide que el nuevo Dueño conecte la escasez existente con la abundancia, la enfermedad existente con la salud que viene de camino, la ansiedad y el dolor presentes con la calma y la vida abundante que Él ha prometido. Pablo pide que Cristo conecte el pasado sombrío y el presente turbulento con la aurora de la salvación y la promesa de una vida nueva.

Pablo está pidiendo que se afecten los discursos que resuenan en el corazón del creyente, así como la forma y manera de enfrentar los procesos que transcurren en estos corazones. Pablo está pidiendo entonces una transformación de identidad, del sentido de pertenencia y del carácter del creyente.

Este es el resultado superficial que obtenemos cuando analizamos esta petición: “para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones.”

Esta es una de las razones por las que el Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, mejor conocido como Kittel, se acerca a este concepto destacando el aspecto religioso espiritual por encima del aspecto físico.

Es muy importante señalar que este concepto opera de la misma manera con “lo que es bueno” como con “lo que es malo.” No olvidemos que la Biblia dice que los demonios pueden hacer “katoikeō” en los seres humanos (Mat 12:45; Lcs 11:26).
 
También, es necesario señalar que los recursos académicos citados destacan que el “katoikeō”  ocurre en el corazón que ha aceptado la palabra de fe, la convocatoria o la citación que nos hace la promesa de salvación, la sabiduría y las demandas de los mandamientos de la doctrina. Esto, afirman estos recursos, es lo que valida que nos convirtamos en templo del Señor (Efe 2:21).

Estas aplicaciones se expanden a unos niveles imposibles de explicar cuando consideramos que la Biblia dice que el Altísimo no puede habitar en templos hechos de mano (Hch 7:48). O sea, que los creyentes en Cristo somos bendecidos con una condición que ni siquiera los ángeles pueden disfrutar: “Cristo en nosotros, la esperanza de gloria” (Col 1:27b).
Pero hay más, mucho más detrás de esta petición paulina. Basta considerar lo que la Biblia dice acerca de Cristo. Ella dice que en Cristo habita la plenitud del Padre. Esto es, que el Padre  hace “katoikeō” en Cristo:

“19 por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud” (Col 1:19)

 Pablo expande esta expresión en el próximo capítulo de esa carta cuando nos dice que esto ocurre de manera corporal.

“9 Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, 10 y vosotros estáis completos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad.” (Col 2:9-10)

¿Por qué es que Pablo puede afirmar que estamos completos en Cristo? Pablo lo afirma así porque tener a Cristo habitando en nuestros corazones es similar a tener toda la plenitud del Padre haciendo “katoikeō” en nuestros corazones. Un dato adicional es que esto incluye hasta el “katoikeō” de la justicia de Dios. Así lo afirma el Apóstol Pedro en su segunda carta:

“13 Pero nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia.” (2 Pedro 3:13.)
 
Estos datos nos obligan a repasar una de las aseveraciones que esgrimimos en la reflexión anterior. Pedir que Cristo habite permanentemente en nuestros corazones es pedir que lo haga con licencia para transformar nuestra identidad y nuestro sentido de pertenencia. A continuación una cita directa de esa reflexión:

“Hay que comprender que la Iglesia de Cristo no puede operar con un Cristo que sea un huésped más dentro de nuestros corazones. La Iglesia sólo puede desarrollar todo su potencial cuando permite que Cristo haga “katoikeō” en nosotros. Cristo tiene que habitar y tiene que transformar la identidad de aquellos en los que Él habita. El sentido de pertenencia que esto desarrolla transforma la manera en la que enfrentamos la vida. El sentido de pertenencia que esto provoca transforma nuestro carácter y desarrolla en nosotros la convicción de que somos peregrinos en esta tierra. El sentido de pertenencia que esto provoca transforma nuestro carácter y desarrolla en nosotros la convicción de que tenemos que morir a los deseos de la carne y a la vida antropocéntrica. El sentido de pertenencia que esto provoca transforma nuestro carácter y desarrolla en nosotros la convicción de que tenemos que ceder el gobierno de nuestro corazón a Aquél que es el nuevo Dueño de todo lo que somos.”

El apóstol Pablo indica en esta petición que todo esto es un proceso que requiere fe: “para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones.” El rol de la fe en esta petición está íntimamente atado a la petición anterior: el empoderamiento del hombre interior con el poder del Espíritu Santo (v.16). Ese empoderamiento es la fuente de la fe que se describe en el verso 17. 
Se requiere fe porque el Altísimo ha dicho que no habita en templos hechos de mano y que habita en los cielos (Sal 123:1). Es cierto que el Todopoderoso le dijo al pueblo de Israel que Él quería habitar  en Sion (Sal 9:11) y en medio de Sus hijos (Núm 35:34), con aquellos que son humildes de espíritu y quebrantados (Isa 57:15). No obstante, es a los creyentes en Cristo que se les ofrece que esto va a suceder dentro del corazón de cada uno de aquellos que recibe a Cristo como Señor y Salvador. Esto requiere fe.

Dicho de otra forma, esto trasciende la acción intelectual y racional. No es que la fe Cristiana cancele la acción volitiva y racional del ser humano. Conseguir que Cristo habite en el corazón es acercarse a la capacidad de desarrollar una visión comprehensiva del mundo. Podemos ser capaces de ver el mundo, de ver la vida  como la ve Dios: “sentados en lugares celestiales” (Efe 2:6). Esto es, porque entregamos todo lo que somos para entrar en plena comunión con Dios.
Por lo tanto, el proceso de hacerle habitación a Cristo entregando todo el corazón trasciende la comunión de espíritu a Espíritu. Esto implica congenialidad: que nuestro carácter sea transformado en el carácter de Cristo. Es aquí que la fe juega otro papel de suma importancia. La fe produce e involucra la plenitud de Dios en este proceso de transformación y es el Espíritu quien la facilita; como una operación del favor, del amor de Dios.

Esa fe produce la aprehensión espiritual de que hay algo más grande e inmenso que nos estamos perdiendo cuando no tenemos a Cristo, como el Dueño, el Residente permanente de nuestros corazones. El Espíritu despierta la percepción de que hay una sabiduría, una verdad, un conocimiento que no poseemos y que nos estamos perdiendo.
 
No podemos soslayar que la sola revelación de la plenitud de Dios implica ser absorbidos por algo que trasciende nuestras capacidades racionales. Somos invitados a entrar en la majestad y en la santidad de Dios.

El problema con esto es que la fe es la única avenida para poder percibir esa presencia en todo su esplendor. Así mismo, percibir su excelencia y su gloria porque la fe nos permite apropiarnos de ese amor y reciprocarlo con fuerzas más grandes que las tenemos en nuestro cuerpo material.
 
El profesor Charles Hodge decía que además, la fe es para esta comunión espiritual lo que la estima y el afecto es para la fraternidad en la vida doméstica.

Pablo pide que Cristo habite en nuestros corazones y que lo haga por esta clase de fe que opera en nosotros.

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