Descender del calvario aquella tarde fue una experiencia totalmente distinta. Aquel viernes no fue un viernes común y corriente. Pero esto no tenía que ver con lo que allí estaba ocurriendo. Lo extraordinario de aquel día no tuvo que ver con el acto de la crucifixión. Este hombre no era un neófito cuando de este tema se trataba. Como centurión habría supervisado docenas de estos eventos. Como soldado, ciertamente fue participe de muchos más. Este hombre tampoco era ajeno al derramamiento de sangre. Múltiples cicatrices ataviaban su cuerpo, producto de incontables batallas a nombre del imperio romano. Estas marcas las llevaba con orgullo, cual emblema que hablaba de su capacidad para sobrevivir en semejante escenario.
Pero nada de lo que él había experimentado antes le había preparado para lo que él vivió aquel viernes. Tres ejecuciones estaban en agenda para aquel día. Pero había algo distinto en uno de los condenados a muerte. El había escuchado los rumores de este hombre en particular. Había oído de las historias, de las señales que le acompañaban. Mas cuando le vió, pudo constatar que ciertamente él era distinto. Su andar era distinto, su hablar era distinto, su mirada era distinta.
Eran tres los reos de muerte aquella tarde. Pero el crucificado del centro capturó su atención. Lucía como alguien sin atractivo, su cuerpo lacerado con múltiples heridas abiertas. Mas sorprendentemente también lucía como alguien capaz de tomar control de todo en un instante. Esa era la impresión que tenía el centurión acerca de este crucificado. Tal vez solo era algo producto de su imaginación, se decía a sí mismo. De seguro era un preso más. Pero este centurión no podía evitar preguntarse una y otra vez ¿qué hacía este hombre clavado en aquella cruz?
Aún en el momento de mayor angustia aquel crucificado no profirió palabra alguna de corte soez. Todo lo contrario, se le escuchó hablar palabras de compasión y perdón. Esto provocó que el centurión decidiera acercarse a la cruz del centro. Quizás fue la curiosidad lo que le movió, quizás fue una fuerza superior a él. Pero cuando se acercó a la cruz, los ojos del crucificado se cruzaron con los suyos. Esto causó una conmoción dentro de su ser. Eran unos ojos dulces, que destellaban una mirada sin igual, una mirada que hablaba de un amor sin igual. Pero a la vez era una mirada que destilaba autoridad y poder. Nadie le había mirado de esa forma. Entonces comprendió por qué aquel hombre estaba en ese lugar. Era por él, era a causa de él. Aquel hombre estaba en la cruz del centro en su lugar, para cargar por él, el peso de su pecado. ¡Cuán grande amor!
Por un poco más de 30 años de vida este centurión había llevado consigo sus deidades arraigadas en su corazón. Pero ni Baco, ni Diana, ni Mercurio, ni Venus, ni Plutón; ni siquiera aún el mismo Zeus le habían demostrado semejante amor. En un instante sintió que sus cicatrices sanaron; no las que llevaba por fuera, sino las que llevaba por dentro. En ese mismo instante sintió un gozo y una paz como nunca antes había experimentado. El centurión decidió acercarse un poco más a los pies del madero. Pero para su sorpresa el suelo debajo de sus pies comenzó a temblar. Mientras la vida del crucificado se desvanecía delante de sus ojos, una conmoción comenzó a ocurrir a su alrededor. Tanto él como todos los que estaban a su alrededor se estremecieron. Algunos corrieron despavoridos. El cayó de rodillas y lo único que pudo musitar fue una expresión que se tornó en su confesión de Fe: “Verdaderamente, este era el Hijo de Dios”.
Esa tarde salió de aquel lugar, convencido de que era tiempo de contarle a otros lo que él había visto, lo que él había experimentado.
“Y el centurión que estaba frente a él, viendo que después de clamar había expirado así, dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.” (Marcos 15:39)
Pero nada de lo que él había experimentado antes le había preparado para lo que él vivió aquel viernes. Tres ejecuciones estaban en agenda para aquel día. Pero había algo distinto en uno de los condenados a muerte. El había escuchado los rumores de este hombre en particular. Había oído de las historias, de las señales que le acompañaban. Mas cuando le vió, pudo constatar que ciertamente él era distinto. Su andar era distinto, su hablar era distinto, su mirada era distinta.
Eran tres los reos de muerte aquella tarde. Pero el crucificado del centro capturó su atención. Lucía como alguien sin atractivo, su cuerpo lacerado con múltiples heridas abiertas. Mas sorprendentemente también lucía como alguien capaz de tomar control de todo en un instante. Esa era la impresión que tenía el centurión acerca de este crucificado. Tal vez solo era algo producto de su imaginación, se decía a sí mismo. De seguro era un preso más. Pero este centurión no podía evitar preguntarse una y otra vez ¿qué hacía este hombre clavado en aquella cruz?
Aún en el momento de mayor angustia aquel crucificado no profirió palabra alguna de corte soez. Todo lo contrario, se le escuchó hablar palabras de compasión y perdón. Esto provocó que el centurión decidiera acercarse a la cruz del centro. Quizás fue la curiosidad lo que le movió, quizás fue una fuerza superior a él. Pero cuando se acercó a la cruz, los ojos del crucificado se cruzaron con los suyos. Esto causó una conmoción dentro de su ser. Eran unos ojos dulces, que destellaban una mirada sin igual, una mirada que hablaba de un amor sin igual. Pero a la vez era una mirada que destilaba autoridad y poder. Nadie le había mirado de esa forma. Entonces comprendió por qué aquel hombre estaba en ese lugar. Era por él, era a causa de él. Aquel hombre estaba en la cruz del centro en su lugar, para cargar por él, el peso de su pecado. ¡Cuán grande amor!
Por un poco más de 30 años de vida este centurión había llevado consigo sus deidades arraigadas en su corazón. Pero ni Baco, ni Diana, ni Mercurio, ni Venus, ni Plutón; ni siquiera aún el mismo Zeus le habían demostrado semejante amor. En un instante sintió que sus cicatrices sanaron; no las que llevaba por fuera, sino las que llevaba por dentro. En ese mismo instante sintió un gozo y una paz como nunca antes había experimentado. El centurión decidió acercarse un poco más a los pies del madero. Pero para su sorpresa el suelo debajo de sus pies comenzó a temblar. Mientras la vida del crucificado se desvanecía delante de sus ojos, una conmoción comenzó a ocurrir a su alrededor. Tanto él como todos los que estaban a su alrededor se estremecieron. Algunos corrieron despavoridos. El cayó de rodillas y lo único que pudo musitar fue una expresión que se tornó en su confesión de Fe: “Verdaderamente, este era el Hijo de Dios”.
Esa tarde salió de aquel lugar, convencido de que era tiempo de contarle a otros lo que él había visto, lo que él había experimentado.
“Y el centurión que estaba frente a él, viendo que después de clamar había expirado así, dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.” (Marcos 15:39)
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AUTOR: MIZRAIM ESQUILIN GARCIA
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