November 3rd, 2024
977 • El Heraldo Digital – Institucional • Volumen XVII • 3 de noviembre del 2024
Dirigidos por el Espíritu Santo: el lugar de los dones espirituales (XVIII)
“1 Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. 2 Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. 3 Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve. 4 El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; 5 no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; 6 no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. 7 Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. 8 El amor nunca deja de ser; pero las profecías se acabarán, y cesarán las lenguas, y la ciencia acabará. 9 Porque en parte conocemos, y en parte profetizamos; 10 mas cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará.” (1 Cor 13:1-10, RV 1960)
El análisis de las características acerca del amor (“agápē”, G26) que realiza el Apóstol Pablo nos ha cautivado. Las descripciones ofrecidas por este en el capítulo 13 de la Primera Carta a Los Corintios nos han conducido a adentrarnos en un análisis serio y profundo de lo que dicen esos versos.
Hasta el momento hemos logrado revisar las primeras doce (12) características que él nos ofrece allí y estamos involucrados en el análisis de la décimo tercera: “todo lo cree” (1 Cor 13:7b). Sin embargo, entendemos que debemos realizar un paréntesis para preguntarnos lo siguiente: ¿cómo se aplica todo lo que hemos visto hasta aquí a la expresión paulina que encontramos en ese capítulo.
Por ejemplo: ¿qué significado debe poseer para el creyente el que Pablo afirme que el “agápē” “todo lo sufre (“makrothumeō”, G3114)”? La respuesta a esta pregunta nos obliga a replantearnos que el concepto griego traducido aquí como sufrir está más orientado hacia la paciencia que al sufrimiento. Además de lo que dicen los recursos académicos que utilizamos cuando analizamos ese concepto griego, lo podemos comprobar cuando vemos sus usos en otras cartas del Nuevo Testamento. Por ejemplo, cuando el escritor de la Carta a Los Hebreos nos quiere ilustrar acerca de la paciencia de Abraham para esperar por el cumplimiento de la promesa que Dios le había hecho.
“13 Porque cuando Dios hizo la promesa a Abraham, no pudiendo jurar por otro mayor, juró por sí mismo, 14 diciendo: De cierto te bendeciré con abundancia y te multiplicaré grandemente. 15 Y habiendo esperado con paciencia, alcanzó la promesa.” (Heb 6:13-15)
O sea, que según ese pasaje bíblico esa característica del “agápē” nos permite ser capaces de esperar el tiempo que sea necesario en vías de poder ser capaces de ver y disfrutar el desarrollo del propósito que Dios tiene para nuestras vidas.
Esta conclusión es muy interesante porque casi siempre relacionamos la capacidad para esperar con la fe. Esto es, podemos esperar con paciencia porque hemos decidido creer.
Entienda esto bien: esto no deja de ser cierto. Lo que planteamos aquí es que Pablo decide subir el nivel de la relación con Dios que poseemos como creyentes en Cristo. Pablo eleva esta relación a una en la que ciertamente hemos decidido creer, pero que está motivada, impulsada y solidificada por y en el amor con el que amamos a Dios y a los demás.
Este pasaje de la Carta a Los Hebreos dice que esto era lo que le sucedía a Abraham. Sabemos que el padre de la fe pudo esperar con paciencia porque creía. No obstante, tenemos que aceptar que Abraham amaba a Dios. Sabemos que Dios hablaba con él como se habla con un amigo, sin ocultarle nada de lo que habría de hacer (Gén 18:17-33). Es por eso que concluimos que Abraham amaba a Dios, porque Dios le había amado primero hasta como se ama a un amigo.
Los exégetas bíblicos nos dicen que la paciencia que Abraham exhibía tenía que venir de Dios. Lo comprobamos estudiando los análisis que estos hacen de los pasajes del Antiguo Testamento relacionados al estudio del concepto “makrothumeō”, cuando este es utilizado en la Septuaginta (LXX).[1] Veamos una cita directa de uno de estos análisis:
“[Vemos en el examen de] Éxo. 34:6 que “makrothumía” ya no puede usarse de forma separada para denotar una actitud humana. La actitud divina, el trato de Dios con los hombres, se ha convertido en el contenido indisolublemente vinculado con [la] “makrothumía”, de modo que incluso la actitud humana de “makrothumein” se presenta bajo una nueva luz. El Dios majestuoso, cuya ira Israel debe reconocer tan pronto como experimenta la revelación de Dios, sorprendentemente da testimonio de Sí mismo al pueblo como el Dios que reprimirá esta ira y hará que su gracia y su bondad amorosa gobiernen. La ira y la gracia de Dios son los dos polos que constituyen el alcance de su paciencia.”[2] (Traducción libre)
O sea, que además de la fe, la paciencia que Abraham exhibe en el Antiguo Testamento también era un regalo de Dios porque esta no se puede separar de Dios. Nos parece que esto describe una de las formas en las que Abraham comenzaría a imitar a su Creador. Recordemos que la Biblia dice que Dios es misericordioso y clemente, lento para la ira, y grande en misericordia (Sal 86:15; 103:8; 145:8). Dios es paciente (2 Ped 3:9).
Además, lo podemos comprobar cuando vemos la relación de nuestra paciencia (“makrothumía”) con la de Dios.
“7 Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor. Mirad cómo el labrador espera el precioso fruto de la tierra, aguardando con paciencia hasta que reciba la lluvia temprana y la tardía. 8 Tened también vosotros paciencia, y afirmad vuestros corazones; porque la venida del Señor se acerca.” (Stg 5:7-8)
“8 Mas, oh amados, no ignoréis esto: que para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. 9 El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento.” (2 Ped 3:8-9)[3]
El análisis de todo esto nos lleva a concluir que los creyentes en Cristo creemos y esperamos porque hemos aceptado el don de la fe (Efe 2:8), el fruto que esta fe produce (Gál 5:22) y la invitación que se nos ha hecho a caminar en esta (2 Cor 5:7). Al mismo tiempo, para el creyente en Cristo creer y esperar se hacen mucho más fácil porque en Cristo hemos aprendido a amar. Además, creer y esperar se hacen más fuertes, menos susceptibles a ser vencidos o que se tambaleen, porque hemos decidido aceptar y vivir en el “agápē” con el que el Padre nos ha amado en Cristo Jesús. En otras palabras, que en Cristo Jesús la fe y el amor tienen que ir de la mano. Esto es, amamos porque hemos decidido y aprendido a creer y creemos porque hemos decidido y aprendido a amar.
Apliquemos todo esto a una experiencia cotidiana. ¿Qué mueve a una mujer embarazada a ser capaz de esperar durante 40 semanas la llegada de su bebé? Sabemos que por un lado la sostiene el amor que ella ha desarrollado por esa criatura que ella nunca ha visto y que está ocupando el centro de su vida y del interior de su cuerpo. Al mismo tiempo la sostiene la fe. Lo sabemos porque ¿qué la lleva a confiar y a someterse a todos los procedimientos médicos y de cuidado prenatal que le han propuesto para el embarazo y para algunas de las etapas posteriores a este?
Ahora bien, es muy común ver en aquellos embarazos que presentan complicaciones, que una mujer embarazada se aferre al amor que posee por esa criatura, aun en situaciones en las que su fe es retada. ¿Por qué? En muchas ocasiones ellas encuentran que los procedimientos recomendados pueden ser complicados y hasta capaces de poner en riesgo su vida. Sin embargo, ellas se someten a estos con temor y temblor, pero motivadas por el amor.
¿Qué las mueve? ¿La fe? Es altamente probable que los niveles de fe en ellas sean unos “inexplicablemente” altos. No hay por qué cuestionar que ellas crean y confíen que el Señor las va a ayudar en todos esos procesos. No obstante, es irrefutable el hecho de que en la mayoría de estos casos lo que las mueve es el amor por esas criaturas que se están gestando en cada uno de esos vientres. El amor que opta por la vida es entonces en estos casos el motor que las impulsa a creer, a confiar y a esperar.
Por otro lado, ¿qué es lo que conduce a un hombre o a una mujer de Dios a aceptar el llamado a un campo misionero en una tierra desconocida para ellos? Ciertamente les mueve el amor al Señor y al llamado que Él les ha hecho. Sin embargo, no es menos cierto que la fuerza y la inspiración para decirle sí a Dios emana de una fe que está convencida de que es Dios el que les ha comisionado para esta tarea. Es muy común entre estos escucharle describir el amor apasionado que el Señor les puso en el corazón por unos pueblos y unas naciones que antes ni siquiera formaban parte de sus agendas de oración. No hay duda alguna de que el amor por esos campos y por las personas a las que fueron enviadas a servir es uno palpable.
Nos preguntamos, ¿qué surge primero: la fe que les mueve a creer en el llamado o el amor por aquellos a los que han sido enviados? Sabemos que no existe manera de responder a esta pregunta formulando una sola respuesta. Aun así, nos arriesgamos a formular que es la fe que les invitó a creer y a aceptar el llamado del cielo la herramienta que Dios utiliza para provocar, impulsar y desarrollar el amor por esos pueblos que hay que alcanzar. La fe que opta por creer y obedecer es entonces en estos casos el motor que los impulsa a amar y a soportar cualquier sacrificio.
Estas son solo algunas de las vertientes hermenéuticas de la expresión paulina “todo lo sufre.” Ambos casos sustentan la necesidad que tiene el creyente en Cristo de que su fe y su amor vayan tomados de la mano.
No podemos olvidar que las aseveraciones que Pablo enuncia aquí están predicadas sobre la base de que no existe manera que nuestro servicio al Señor pueda ser agradable a Dios si no operamos sobre las bases de ese amor “agápe.” De hecho, el Espíritu de Dios conduce al apóstol a hacer tanto énfasis en esto que Pablo llega a escribir que podemos hasta optar por el martirio a causa de Cristo y esto no contaría en los cielos.
“….hasta ofrecer mi cuerpo para que lo quemen. Pero si no tengo amor, eso no me sirve de nada” (1 Cor 13:3b, PDT)
“….y aun si entrego mi propio cuerpo para tener de qué enorgullecerme, pero no tengo amor, de nada me sirve.” (DHH)
“and I may even give my body as an offering to be burned. But I gain nothing by doing all this if I don’t have love.” (Easy to Read Version)
Es en esa combinación de fe y “agápe” que el Señor quiere que operemos constantemente. Algunos modelos bíblicos son tan elocuentes en este sentido que solo tenemos que considerarlos para afirmarnos en ese principio. Veamos uno de estos como ejemplo de lo antes expresado.
La Biblia dice lo siguiente en el Salmo 119:
“¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar (“shâmar”, H8104) tu palabra.”
(Sal 119:9, RV 1960)
“¿Cómo podrá el joven llevar una vida limpia? ¡Viviendo de acuerdo con tu palabra!” (DHH)
“¿Cómo puede un joven mantenerse puro? Obedeciendo tu palabra.” (NTV)
Nos preguntamos: ¿qué hace falta para guardar la Palabra, vivir de acuerdo a esta y obedecerla? Es cierto que la Biblia dice que la fe viene por el oír y el oír por la Palabra de Dios (Rom 10:17). Es también cierto que el salmista dice que esa palabra es más deseable que el oro, y más que mucho oro afinado: y dulce más que miel, y que la que destila del panal. (Sal 19:10). Él salmista añade a esto lo siguiente:
“Tu siervo es además amonestado con ellos; En guardarlos hay grande galardón.” (v.11)
Hay que añadir a todo esto que es el mismo salmista quien señala que puede guardar la palabra porque él ha creído en esta:
“66 Enséñame buen sentido y sabiduría, Porque tus mandamientos he creído. 67 Antes que fuera yo humillado, descarriado andaba; Mas ahora guardo tu palabra.” (Sal 119:66-67)
“Dame la sabiduría y el conocimiento que necesito, porque confío en tus mandamientos. 67 Antes yo no andaba en tu camino y sufría mucho, pero ahora cumplo fielmente tu palabra.” (PDT)
Desde estas perspectivas bíblicas la respuesta a la pregunta antes formulada sería que hay que creer y confiar en la Palabra para poder guardarla. El problema con esta respuesta es que la misma ha sido enunciada sin haber considerado otros principios bíblicos. O sea, que esa respuesta no puede ser satisfactoria porque los datos y las evidencias bíblicas considerados hasta aquí no son suficientes.
Consideremos una de esas evidencias:
“21 El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él. 22 Le dijo Judas (no el Iscariote): Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros, y no al mundo? 23 Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él. 24 El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió.” (Jn 14:21-24)
Repetimos la pregunta: ¿qué hace falta para guardar la Palabra, vivir de acuerdo a esta y obedecerla? Vemos en el Evangelio de Juan que los principios bíblicos esgrimidos aquí por Cristo Jesús nos dicen que esto requiere que amemos al Señor. Es obvio cuál es el resultado cuando decidimos unir lo que dicen los salmos con lo que dice el Evangelio de Juan. Es menester entender que los primeros pasajes bíblicos no cancelan al segundo y viceversa. Para guardar la Palabra se requiere amar a Dios al mismo tiempo en que creemos en la Santa Palabra que Él nos ha regalado.
Esta conclusión nos conduce a afirmar que este es el mismo axioma que debemos aplicar al principio paulino que afirma que el amor todo lo cree (1 Cor 13:7b). El amor por el Señor, por la salvación que nos ha regalado y por la compañía permanente de su Santo Espíritu, nos conduce a creer en todo lo que Él nos ha dicho. Ese amor afirma la fe en Su Palabra y nos conmina a obedecer a Dios porque le amamos. Al mismo tiempo, la fe que esa Palabra desata en nosotros afirma y conduce nuestras respuestas al amor con el que Dios nos ha amado primero. Esto, no solamente porque Él nos amó primero, sino porque Él también nos permite reciprocar ese amor guardando Su Santa Palabra. Repetimos esto último. Guardar la Palabra, vivir por ella es una forma de reciprocarle a Dios lo que su amor ha producido en nosotros y por nosotros.
Sabemos que este ejercicio nos conmina a realizar ejercicios similares con algunas de las otras características que posee el “agápe” y que Pablo describe en el capítulo 13 de la Primera Carta a los Corintios. Invitamos a los lectores a animarse a hacerlos.
[1] Traducción del Antiguo Testamento al griego que ocurrió en el tercer siglo antes de Cristo.
[2] Horst, J. (1964–). μακροθυμία, μακροθυμέω, μακρόθυμος, μακροθύμως (“makrothumía, makrothumēo, makróthumos, makrothumós). En G. Kittel, G. W. Bromiley, & G. Friedrich (Eds.), Theological dictionary of the New Testament (electronic ed., Vol. 4, p. 375). Eerdmans.
[3] Hemos subrayado la traducción del concepto “makrothumía” en los pasajes bíblicos citados.
Dirigidos por el Espíritu Santo: el lugar de los dones espirituales (XVIII)
“1 Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. 2 Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. 3 Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve. 4 El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; 5 no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; 6 no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. 7 Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. 8 El amor nunca deja de ser; pero las profecías se acabarán, y cesarán las lenguas, y la ciencia acabará. 9 Porque en parte conocemos, y en parte profetizamos; 10 mas cuando venga lo perfecto, entonces lo que es en parte se acabará.” (1 Cor 13:1-10, RV 1960)
El análisis de las características acerca del amor (“agápē”, G26) que realiza el Apóstol Pablo nos ha cautivado. Las descripciones ofrecidas por este en el capítulo 13 de la Primera Carta a Los Corintios nos han conducido a adentrarnos en un análisis serio y profundo de lo que dicen esos versos.
Hasta el momento hemos logrado revisar las primeras doce (12) características que él nos ofrece allí y estamos involucrados en el análisis de la décimo tercera: “todo lo cree” (1 Cor 13:7b). Sin embargo, entendemos que debemos realizar un paréntesis para preguntarnos lo siguiente: ¿cómo se aplica todo lo que hemos visto hasta aquí a la expresión paulina que encontramos en ese capítulo.
Por ejemplo: ¿qué significado debe poseer para el creyente el que Pablo afirme que el “agápē” “todo lo sufre (“makrothumeō”, G3114)”? La respuesta a esta pregunta nos obliga a replantearnos que el concepto griego traducido aquí como sufrir está más orientado hacia la paciencia que al sufrimiento. Además de lo que dicen los recursos académicos que utilizamos cuando analizamos ese concepto griego, lo podemos comprobar cuando vemos sus usos en otras cartas del Nuevo Testamento. Por ejemplo, cuando el escritor de la Carta a Los Hebreos nos quiere ilustrar acerca de la paciencia de Abraham para esperar por el cumplimiento de la promesa que Dios le había hecho.
“13 Porque cuando Dios hizo la promesa a Abraham, no pudiendo jurar por otro mayor, juró por sí mismo, 14 diciendo: De cierto te bendeciré con abundancia y te multiplicaré grandemente. 15 Y habiendo esperado con paciencia, alcanzó la promesa.” (Heb 6:13-15)
O sea, que según ese pasaje bíblico esa característica del “agápē” nos permite ser capaces de esperar el tiempo que sea necesario en vías de poder ser capaces de ver y disfrutar el desarrollo del propósito que Dios tiene para nuestras vidas.
Esta conclusión es muy interesante porque casi siempre relacionamos la capacidad para esperar con la fe. Esto es, podemos esperar con paciencia porque hemos decidido creer.
Entienda esto bien: esto no deja de ser cierto. Lo que planteamos aquí es que Pablo decide subir el nivel de la relación con Dios que poseemos como creyentes en Cristo. Pablo eleva esta relación a una en la que ciertamente hemos decidido creer, pero que está motivada, impulsada y solidificada por y en el amor con el que amamos a Dios y a los demás.
Este pasaje de la Carta a Los Hebreos dice que esto era lo que le sucedía a Abraham. Sabemos que el padre de la fe pudo esperar con paciencia porque creía. No obstante, tenemos que aceptar que Abraham amaba a Dios. Sabemos que Dios hablaba con él como se habla con un amigo, sin ocultarle nada de lo que habría de hacer (Gén 18:17-33). Es por eso que concluimos que Abraham amaba a Dios, porque Dios le había amado primero hasta como se ama a un amigo.
Los exégetas bíblicos nos dicen que la paciencia que Abraham exhibía tenía que venir de Dios. Lo comprobamos estudiando los análisis que estos hacen de los pasajes del Antiguo Testamento relacionados al estudio del concepto “makrothumeō”, cuando este es utilizado en la Septuaginta (LXX).[1] Veamos una cita directa de uno de estos análisis:
“[Vemos en el examen de] Éxo. 34:6 que “makrothumía” ya no puede usarse de forma separada para denotar una actitud humana. La actitud divina, el trato de Dios con los hombres, se ha convertido en el contenido indisolublemente vinculado con [la] “makrothumía”, de modo que incluso la actitud humana de “makrothumein” se presenta bajo una nueva luz. El Dios majestuoso, cuya ira Israel debe reconocer tan pronto como experimenta la revelación de Dios, sorprendentemente da testimonio de Sí mismo al pueblo como el Dios que reprimirá esta ira y hará que su gracia y su bondad amorosa gobiernen. La ira y la gracia de Dios son los dos polos que constituyen el alcance de su paciencia.”[2] (Traducción libre)
O sea, que además de la fe, la paciencia que Abraham exhibe en el Antiguo Testamento también era un regalo de Dios porque esta no se puede separar de Dios. Nos parece que esto describe una de las formas en las que Abraham comenzaría a imitar a su Creador. Recordemos que la Biblia dice que Dios es misericordioso y clemente, lento para la ira, y grande en misericordia (Sal 86:15; 103:8; 145:8). Dios es paciente (2 Ped 3:9).
Además, lo podemos comprobar cuando vemos la relación de nuestra paciencia (“makrothumía”) con la de Dios.
“7 Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor. Mirad cómo el labrador espera el precioso fruto de la tierra, aguardando con paciencia hasta que reciba la lluvia temprana y la tardía. 8 Tened también vosotros paciencia, y afirmad vuestros corazones; porque la venida del Señor se acerca.” (Stg 5:7-8)
“8 Mas, oh amados, no ignoréis esto: que para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. 9 El Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento.” (2 Ped 3:8-9)[3]
El análisis de todo esto nos lleva a concluir que los creyentes en Cristo creemos y esperamos porque hemos aceptado el don de la fe (Efe 2:8), el fruto que esta fe produce (Gál 5:22) y la invitación que se nos ha hecho a caminar en esta (2 Cor 5:7). Al mismo tiempo, para el creyente en Cristo creer y esperar se hacen mucho más fácil porque en Cristo hemos aprendido a amar. Además, creer y esperar se hacen más fuertes, menos susceptibles a ser vencidos o que se tambaleen, porque hemos decidido aceptar y vivir en el “agápē” con el que el Padre nos ha amado en Cristo Jesús. En otras palabras, que en Cristo Jesús la fe y el amor tienen que ir de la mano. Esto es, amamos porque hemos decidido y aprendido a creer y creemos porque hemos decidido y aprendido a amar.
Apliquemos todo esto a una experiencia cotidiana. ¿Qué mueve a una mujer embarazada a ser capaz de esperar durante 40 semanas la llegada de su bebé? Sabemos que por un lado la sostiene el amor que ella ha desarrollado por esa criatura que ella nunca ha visto y que está ocupando el centro de su vida y del interior de su cuerpo. Al mismo tiempo la sostiene la fe. Lo sabemos porque ¿qué la lleva a confiar y a someterse a todos los procedimientos médicos y de cuidado prenatal que le han propuesto para el embarazo y para algunas de las etapas posteriores a este?
Ahora bien, es muy común ver en aquellos embarazos que presentan complicaciones, que una mujer embarazada se aferre al amor que posee por esa criatura, aun en situaciones en las que su fe es retada. ¿Por qué? En muchas ocasiones ellas encuentran que los procedimientos recomendados pueden ser complicados y hasta capaces de poner en riesgo su vida. Sin embargo, ellas se someten a estos con temor y temblor, pero motivadas por el amor.
¿Qué las mueve? ¿La fe? Es altamente probable que los niveles de fe en ellas sean unos “inexplicablemente” altos. No hay por qué cuestionar que ellas crean y confíen que el Señor las va a ayudar en todos esos procesos. No obstante, es irrefutable el hecho de que en la mayoría de estos casos lo que las mueve es el amor por esas criaturas que se están gestando en cada uno de esos vientres. El amor que opta por la vida es entonces en estos casos el motor que las impulsa a creer, a confiar y a esperar.
Por otro lado, ¿qué es lo que conduce a un hombre o a una mujer de Dios a aceptar el llamado a un campo misionero en una tierra desconocida para ellos? Ciertamente les mueve el amor al Señor y al llamado que Él les ha hecho. Sin embargo, no es menos cierto que la fuerza y la inspiración para decirle sí a Dios emana de una fe que está convencida de que es Dios el que les ha comisionado para esta tarea. Es muy común entre estos escucharle describir el amor apasionado que el Señor les puso en el corazón por unos pueblos y unas naciones que antes ni siquiera formaban parte de sus agendas de oración. No hay duda alguna de que el amor por esos campos y por las personas a las que fueron enviadas a servir es uno palpable.
Nos preguntamos, ¿qué surge primero: la fe que les mueve a creer en el llamado o el amor por aquellos a los que han sido enviados? Sabemos que no existe manera de responder a esta pregunta formulando una sola respuesta. Aun así, nos arriesgamos a formular que es la fe que les invitó a creer y a aceptar el llamado del cielo la herramienta que Dios utiliza para provocar, impulsar y desarrollar el amor por esos pueblos que hay que alcanzar. La fe que opta por creer y obedecer es entonces en estos casos el motor que los impulsa a amar y a soportar cualquier sacrificio.
Estas son solo algunas de las vertientes hermenéuticas de la expresión paulina “todo lo sufre.” Ambos casos sustentan la necesidad que tiene el creyente en Cristo de que su fe y su amor vayan tomados de la mano.
No podemos olvidar que las aseveraciones que Pablo enuncia aquí están predicadas sobre la base de que no existe manera que nuestro servicio al Señor pueda ser agradable a Dios si no operamos sobre las bases de ese amor “agápe.” De hecho, el Espíritu de Dios conduce al apóstol a hacer tanto énfasis en esto que Pablo llega a escribir que podemos hasta optar por el martirio a causa de Cristo y esto no contaría en los cielos.
“….hasta ofrecer mi cuerpo para que lo quemen. Pero si no tengo amor, eso no me sirve de nada” (1 Cor 13:3b, PDT)
“….y aun si entrego mi propio cuerpo para tener de qué enorgullecerme, pero no tengo amor, de nada me sirve.” (DHH)
“and I may even give my body as an offering to be burned. But I gain nothing by doing all this if I don’t have love.” (Easy to Read Version)
Es en esa combinación de fe y “agápe” que el Señor quiere que operemos constantemente. Algunos modelos bíblicos son tan elocuentes en este sentido que solo tenemos que considerarlos para afirmarnos en ese principio. Veamos uno de estos como ejemplo de lo antes expresado.
La Biblia dice lo siguiente en el Salmo 119:
“¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar (“shâmar”, H8104) tu palabra.”
(Sal 119:9, RV 1960)
“¿Cómo podrá el joven llevar una vida limpia? ¡Viviendo de acuerdo con tu palabra!” (DHH)
“¿Cómo puede un joven mantenerse puro? Obedeciendo tu palabra.” (NTV)
Nos preguntamos: ¿qué hace falta para guardar la Palabra, vivir de acuerdo a esta y obedecerla? Es cierto que la Biblia dice que la fe viene por el oír y el oír por la Palabra de Dios (Rom 10:17). Es también cierto que el salmista dice que esa palabra es más deseable que el oro, y más que mucho oro afinado: y dulce más que miel, y que la que destila del panal. (Sal 19:10). Él salmista añade a esto lo siguiente:
“Tu siervo es además amonestado con ellos; En guardarlos hay grande galardón.” (v.11)
Hay que añadir a todo esto que es el mismo salmista quien señala que puede guardar la palabra porque él ha creído en esta:
“66 Enséñame buen sentido y sabiduría, Porque tus mandamientos he creído. 67 Antes que fuera yo humillado, descarriado andaba; Mas ahora guardo tu palabra.” (Sal 119:66-67)
“Dame la sabiduría y el conocimiento que necesito, porque confío en tus mandamientos. 67 Antes yo no andaba en tu camino y sufría mucho, pero ahora cumplo fielmente tu palabra.” (PDT)
Desde estas perspectivas bíblicas la respuesta a la pregunta antes formulada sería que hay que creer y confiar en la Palabra para poder guardarla. El problema con esta respuesta es que la misma ha sido enunciada sin haber considerado otros principios bíblicos. O sea, que esa respuesta no puede ser satisfactoria porque los datos y las evidencias bíblicas considerados hasta aquí no son suficientes.
Consideremos una de esas evidencias:
“21 El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama; y el que me ama, será amado por mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él. 22 Le dijo Judas (no el Iscariote): Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros, y no al mundo? 23 Respondió Jesús y le dijo: El que me ama, mi palabra guardará; y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada con él. 24 El que no me ama, no guarda mis palabras; y la palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió.” (Jn 14:21-24)
Repetimos la pregunta: ¿qué hace falta para guardar la Palabra, vivir de acuerdo a esta y obedecerla? Vemos en el Evangelio de Juan que los principios bíblicos esgrimidos aquí por Cristo Jesús nos dicen que esto requiere que amemos al Señor. Es obvio cuál es el resultado cuando decidimos unir lo que dicen los salmos con lo que dice el Evangelio de Juan. Es menester entender que los primeros pasajes bíblicos no cancelan al segundo y viceversa. Para guardar la Palabra se requiere amar a Dios al mismo tiempo en que creemos en la Santa Palabra que Él nos ha regalado.
Esta conclusión nos conduce a afirmar que este es el mismo axioma que debemos aplicar al principio paulino que afirma que el amor todo lo cree (1 Cor 13:7b). El amor por el Señor, por la salvación que nos ha regalado y por la compañía permanente de su Santo Espíritu, nos conduce a creer en todo lo que Él nos ha dicho. Ese amor afirma la fe en Su Palabra y nos conmina a obedecer a Dios porque le amamos. Al mismo tiempo, la fe que esa Palabra desata en nosotros afirma y conduce nuestras respuestas al amor con el que Dios nos ha amado primero. Esto, no solamente porque Él nos amó primero, sino porque Él también nos permite reciprocar ese amor guardando Su Santa Palabra. Repetimos esto último. Guardar la Palabra, vivir por ella es una forma de reciprocarle a Dios lo que su amor ha producido en nosotros y por nosotros.
Sabemos que este ejercicio nos conmina a realizar ejercicios similares con algunas de las otras características que posee el “agápe” y que Pablo describe en el capítulo 13 de la Primera Carta a los Corintios. Invitamos a los lectores a animarse a hacerlos.
[1] Traducción del Antiguo Testamento al griego que ocurrió en el tercer siglo antes de Cristo.
[2] Horst, J. (1964–). μακροθυμία, μακροθυμέω, μακρόθυμος, μακροθύμως (“makrothumía, makrothumēo, makróthumos, makrothumós). En G. Kittel, G. W. Bromiley, & G. Friedrich (Eds.), Theological dictionary of the New Testament (electronic ed., Vol. 4, p. 375). Eerdmans.
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2023
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March
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