Reflexiones de Esperanza: El mensaje de la cruz: Hay poder en la sangre de Cristo

Jeanne Marie Bouvier de La Mothe Guyon (1648 -1717,) dijo que Dios nos había dado el regalo de la Cruz y entonces la Cruz nos dio el regalo de Dios. Esta es una verdad central y para comprenderla basta entender que la Cruz es el púlpito más alto de la historia. Desde allí el Salvador del mundo se expone hasta el sacrificio más elevado, para poder servir así como puente entre Dios y la humanidad.

Es curioso que esa Cruz de Jesús, la que sólo él podía llevar, la que sirve como emblema de la victoria obtenida sobre el pecado y sobre el enemigo, también predica otra clase de cruces. Es cierto que sólo él podía ir al Calvario a ofrecerse para la expiación, la propiciación, la redención y la justificación de los que creen en él. Pero no es menos cierto que “el Caballero del Gólgota” nos habló de la necesidad que todos tenemos de tomar nuestra cruz cada día y seguirle (Lcs 9:23).

Louis Evely decía que la cruz que Dios nos envía a cada uno de nosotros, en ocasiones necesita ser en sí misma humillante, dolorosa, a veces paralizante y muy difícil. Es esa cruz, la nuestra, la que nos desarma y nos demuestra nuestra vulnerabilidad; particularmente frente al Creador de la vida. Esa cruz se hace mucho más difícil cuando el cielo nos confronta y nos deja saber que hay que entregarlo todo en la vida; que no podemos aferrarnos aquí a nada que sea tangible o material.  Nuestro Señor no nos prometió medallas acá abajo; estas vendrán más tarde, en las Bodas del Cordero. Él nos prometió cruces y marcas. La Biblia presupone que el resultado de esas cruces, las nuestras, es la obediencia. De hecho, la Biblia plantea que Cristo aprendió obediencia por ese padecimiento del que la Cruz forma parte (Heb 5:8).

Oswald Chambers decía que la Cruz de Cristo es revelación y que la nuestra es experiencia. Y es que el ser humano que decide agarrar su cruz, ya no puede controlar su propio destino. Esa cruz suya, de inmediato comienza a absorber todo el interés sin permitirnos interferencia alguna. Sin importar lo que deseemos hacer, esa cruz nuestra nos debe llevar hasta la Cruz de Cristo. Sólo allí encontraremos reposo, interpretaciones adecuadas para nuestros dolores, razones por la que debemos aprender a obedecer y el cuidado intensivo de la mano del Vencedor de la Cruz.

Un paréntesis obligado nos ordena declarar que los seres humanos hemos cargado una cruz siempre; Dios no. Él no necesitaba cargar una cruz. Sin embargo, entre otras cosas, Dios encarnado decide cargar una para hacernos saber que él conoce el significado del dolor. La diferencia más significativa que hay entre Su Cruz y las nuestras, es que la Cruz de Jesús arregla de una vez y para siempre el problema del pecado y el de la separación de Dios. Todas nuestras cruces juntas no pueden compararse con la Cruz de Jesús. El Vencedor de la Cruz del Calvario garantiza que si le seguimos, él nos dará la victoria sobre nuestras cruces.

Esa garantía emana, como decía Thomas Kempis, de que esa Cruz de Cristo es salud, esa Cruz es vida, esa Cruz es protección contra los enemigos, esa Cruz es dulzura celestial, esa Cruz es fortaleza para la mente, esa Cruz es gozo en el Espíritu, esa Cruz es la expresión más alta de toda virtud, esa Cruz es perfección en santidad. No hay salud para el alma, ni esperanza de vida eterna sin la Cruz de Jesús.  Cuando el Apóstol Pablo enumera las cosas que no nos pueden apartar del amor de Dios en Cristo Jesús, está señalando que la Cruz ha desarmado los poderes que podían tener estos sobre nosotros. La Cruz de nuestro Señor ha desarmado el poder de la tribulación, el de la angustia, el de la persecución, el poder del hambre, el de la desnudez, el del peligro y el de la espada. La Cruz de Jesús ha desarmado los poderes que podían tener sobre nosotros la muerte, la vida, los ángeles, los principados, las potestades, lo presente, lo por venir, lo alto, lo profundo, o cualquier otra cosa creada (Rom 8:35-38).

La Cruz de Jesús es victoria sobre el pecado y su resurrección victoria sobre la paga del pecado; la muerte (Rom 6:23). La resurrección no salva; la Cruz sí. Ciertamente la resurrección es lo que le da sustancia y valía a nuestra fe, pero la Cruz es la que abre las puertas de los cielos para que podamos entrar a la presencia del Padre Celestial. La Cruz del Señor nos hace más que vencedores.

En ocasiones anteriores hemos reflexionado acerca de los resultados, las bendiciones y los beneficios que se obtienen mediante la sangre que Jesús derramó en la Cruz del Calvario. Hemos visto allí que el sacrificio de nuestro Señor y Salvador nos obliga a trabajar con los roles de Jesucristo como Dios encarnado, como Creador, como Salvador y como Sumo Sacerdote.

En esas reflexiones fuimos ayudados por materiales publicados por Andrew Murray[1] en el siglo 19.  Allí pudimos analizar algunos de los beneficios que propicia la sangre de Jesús. Entre estos beneficios encontramos:
  • Permite que Jesús entre al Lugar Santo (Heb 9:12)
  • Limpia nuestras conciencias (Heb 9:14)
  • Nos limpia de todo pecado (1 Jn 1:7)
  • Nos permite entrar al Santo Lugar (Heb. 10:19)
  • Convierte a Jesús en Mediador del Nuevo Pacto (Heb 12:24)
  • Nos santifica (Heb 13:12)
  • Garantiza la resurrección (Heb 13:20)
  • Garantiza la propiciación (Rom 3: 24-25).Nos justifica (Rom 5:9)
  • Nos devuelve la comunión con Dios (1 Cor 10:16)
  • Nos reconcilia con Dios (Gal 6:14; Col 1:20; 2 Cor 5:19)
  • Trae redención (Efe 1:7)
  • Nos acerca a Dios (Efe 2:13)
  • Nos rescata de la manera en que vivimos (l Ped 1:18-19)

Estas son solo algunas de las bendiciones que obtenemos a través de la sangre que Jesús derramó por nosotros en la cruz del Calvario.

Al final de esas reflexiones nos formulamos una pregunta muy importante; ¿qué poder hay en esa sangre, en la sangre de Cristo?  Sabemos que la sangre que Jesús derramó le permite ganar a la Iglesia como propiedad suya (Hch 20:28). Esta es entonces además de una manifestación del amor de Dios, una manifestación de su poder. Esto es así porque coloca el derramamiento de la sangre de Jesucristo como la revelación del amor de Dios, pero al mismo tiempo como la herramienta celestial para imprimirnos el carácter del Padre y facilitar nuestra preparación para estar junto a Él por toda la eternidad.

Reiteramos que los seres humanos estábamos desprovistos de todas las capacidades para presentarnos ante la Presencia de Dios y apelar nuestra salvación. No existe cosa alguna que pudiéramos haber hecho para colocarnos al mismo nivel de la santidad y de la majestad del Eterno. Por lo tanto, esa sangre, la de Cristo, tiene que manifestar un poder transformador. Reiteramos que no podíamos obviar la justicia de Dios. Sin embargo, Dios resuelve este dilema prometiéndonos que para llegar a esa reunión celestial, lo único que necesitamos es estar cubiertos por la sangre que derramó su Hijo en la Cruz del Calvario.

¿Qué poder tiene esa sangre? Ya sabemos que esa sangre tiene el poder de convertirnos en seres humanos nuevos delante del Trino Dios. Esa sangre produce un nuevo nacimiento; nos convierte en nuevas criaturas. Del análisis que hicimos de los trabajos escritos por Karl Barth[2]  aprendimos que solo desde la Cruz de Cristo podemos ser capaces de comprender la verdad y el significado de Su resurrección.

Vimos allí que la fe desde la Cruz nos permite creer en lo nuevo que Dios ha prometido y ha desarrollado para nosotros. O sea, que no se puede entender la resurrección de Jesús sin haber aceptado Su sacrificio en la Cruz. Vimos que esa sangre entonces genera una nueva oftalmología espiritual.

La Cruz de Cristo nos hace estudiar y analizar lo que vemos a la luz de la sangre derramada por el Verbo encarnado. Esto nos lleva a concluir que acercarse a la Cruz de Cristo nos permite desarrollar una fe capaz de permanecer intacta, sin importar aquello que nos pueda estar ocurriendo.

Dado que es la sangre de Cristo la que nos justifica, y dado el hecho de que Jesucristo es Dios encarnado al mismo tiempo que es el carácter de la “hupóstasis” del Padre (Heb 1:3), entonces nuestra fe en Cristo es una fe que está centrada en Dios.

Esta es una afirmación, decía Barth, que podemos mantener sin importar los tiempos de tribulación o de dolor que podamos estar experimentando.

Por otro lado, la paz de Dios prometida por la justificación que produce esa sangre (Rom 5:1), esa paz sobre la que el creyente se pone de pie por fe, no puede ser contradicha por tribulaciones humanas. Esa paz no puede ser contradicha por calamidades, ni por disoluciones del hombre exterior (2 Cor 4:16) que puedan querer afectar nuestro ser interior. Ella tampoco puede ser contradicha por lo que San Pablo llama “tanatos en hemin energetai” (la energía de la muerte; 2 Cor 4:12). No puede ser contradicha ni por conflictos, luchas o temores (2 Cor 7:5) ni por las presiones provocadas por los enemigos que encontramos en el camino. Esa sangre derramada por Jesucristo nos hace saber que no tenemos que ser fuertes; tan solo debemos ser capaces de creer.

O sea, que esa sangre genera fe y confianza en las promesas de Dios. Esa sangre tiene el poder para mantener mi fe en alto aún medio de las situaciones más adversas que podamos enfrentar.

No hay espacio para experimentar esto fuera de esa sangre. Es inútil anhelar experimentar esta libertad y esta paz lejos de la redención que ofrece la sangre de Cristo. Es más, no existe cosa alguna del mensaje de Jesús o de su personalidad, de sus sermones, de sus milagros, ni de sus promesas que puedan ser considerados por sí solos. Los milagros y las promesas poseen el valor que tienen a la luz de la muerte de Jesucristo en la Cruz del Calvario. Todo brilla en la luz de Su muerte y de Su resurrección.

La pregunta sigue sobre la mesa: ¿qué poder tiene esa sangre? Esa sangre tiene el poder de derrotar los poderes de las tinieblas. La Biblia dice Jesús que participó de la muerte para destruir al que tenía el imperio de la muerte, al diablo (Heb 2:1). Así también lo expresa Pablo en Colosenses 2:13-15. Fue en la Cruz que Cristo derrotó a los principados y a las potestades que nos amenazaban. Fue en la Cruz, con su sangre, que Cristo le quitó el poder de las manos a los agentes del mal. Esa sangre nos concede esa victoria.

Ya hemos visto que esa sangre tiene el poder para vencer la muerte. Es necesario entender que la muerte fue vencida por la resurrección de Jesús, pero también por la sangre de Cristo. La Biblia dice que la muerte entró al mundo por el pecado (Rom 5:12). Sabiendo esto, podemos concluir que cuando la sangre de Cristo derrota al pecado, al mismo tiempo está derrotando el poder de la muerte.

Antes del sacrificio de Cristo en el Calvario la muerte era considerada como un enemigo que nos alejaba de Dios. Desde el sacrificio del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, la muerte ha sido aplastada por el poder de la resurrección y tan solo sirve para llevarnos a los mismos brazos del Padre celestial.

La sangre derramada por Jesús en la Cruz del Calvario tiene el poder para permitirnos entrar al Lugar Santísimo sin necesidad de intermediarios. La Biblia afirma esto en Heb 10:19-22:

“19 Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, 20 por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne,
 21 y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, 22 acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados los cuerpos con agua pura.”

Es por esto que podemos acercarnos confiadamente al trono de la gracia sabiendo que hallaremos socorro oportuno (Heb 4:16)

Esa sangre tiene el poder para abrir la tumba y para hacernos aptos para realizar todo aquello que es bueno y correcto ante los ojos de Dios. Leemos las siguientes expresiones bíblicas acerca de esta aseveración:

“20 Y el Dios de paz que resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas, por la sangre del pacto eterno, 21 os haga aptos en toda obra buena para que hagáis su voluntad, haciendo él en vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo; al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.” (Hebreos 12:20-21)

Esa sangre es poderosa, hay garantía de que el pecado fue derrotado, la muerte ha sido vencida y podemos vivir vidas correctas haciendo la voluntad de Dios.

Esa sangre tiene el poder de limpiar nuestras conciencias de todas aquellas aberraciones y malas conductas que desarrollamos a causa de nuestro pecado. Leemos esto en Heb 9:13-14:

13 Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, 14 cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo? (énfasis del escritor)

La sangre de Cristo tiene el poder de comunicar, de hablar acerca de la redención y el perdón de pecados (Heb 12:24). Esa sangre tiene el poder de hacer la paz (Col 1:20) y de hacernos cercanos al Padre (Efe 2:13). Es a través de esa sangre que Jesús como Mediador del Nuevo Pacto desarrolla su plan salvífico sin interrupción alguna. Andrew Murray decía que el Trono de la Gracia le debe su existencia al poder que tiene la sangre del Salvador del mundo.

Estamos convencidos de que hay una manifestación de poder que sobrepasa a todas las anteriores.

Se trata del poder que posee esa sangre para transformar el corazón y el alma de todo ser humano que se acerca a Jesucristo para aceptarle como Salvador y Señor. El poder que posee la sangre de Cristo no solo salva, perdona y reconcilia, sino que nos transforma. El que está en Cristo, el que está bajo el poder de esa sangre es transformado en una nueva criatura (2 Cor 5:17); todo en él o en ella es hecho nuevo.

La operación de ese poder se desarrolla mediante el proceso de rescate. El Apóstol Pedro nos dice que la sangre preciosa de Cristo nos rescató de nuestra manera vana de vivir (1 Ped 1:18-19). Ese concepto, “rescatar,” implica que había un estado de esclavitud que necesitaba ser desecho y unas cadenas que tenían que ser hechas pedazos. El proceso de emancipación no era uno fácil porque satán era el dueño de los esclavos. Ese antiguo dueño no solamente perdió a sus esclavos mediante la sangre de Cristo, sino que su poder para esclavizar fue anulado y derrotado en la Cruz del Calvario.

Murray argumenta que la redención alcanzó su clímax cuando se escuchó la proclamación del “consumado es” (Jn 19:28-30). Además, esa sangre abrió el espacio para que seamos sellados como propiedad de Dios (Efe 1:14; 4:30).

La mente del ser humano es muy finita y pequeña para poder comprender la naturaleza del poder que posee la sangre de Cristo. La Biblia dice que el poder de la vida está en la sangre. La Biblia dice la vida de la carne está en su sangre (Lev 17:11). O sea, que el valor de la sangre corresponde al valor de la vida que la posee. Es por esto que en la antigüedad el pueblo de Israel tenía diferentes tipos de sacrificios. Esto es, según la naturaleza del pecado cometido, así era requerido el tamaño y la clase de sacrificio que había que ofrecer (Lev 3:3-27).

La sangre que Jesucristo derrama en la Cruz del Calvario es la sangre del Hijo de Dios, la sangre de la segunda persona de la Trinidad, la del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Esa sangre derramada en la Cruz es la sangre de la imagen misma de la sustancia de Dios (Heb 1:3). Esa sangre posee la misma vida de Dios. Y la vida del Dios omnipotente posee un poder omnipotente.

Es por esto que hay poder en su sangre; porque es el Hijo de Dios ofreciéndose voluntariamente por nosotros en la Cruz.

Esa sangre nunca ha perdido su poder para salvar, para perdonar, para restaurar, consolar, sanar y transformar a todos aquellos que aceptamos que Jesucristo es el Señor y el Salvador de nuestras vidas.

¡Hay poder ilimitado en la sangre de Cristo!
Referencias  

[1] Andrew Murray. “The Power of the blood of Jesus.” Start Publishing. Kindle edition

[2] Análisis y discusión del capítulo 5 de la Epístola a los Romanos

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