“19 Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios, 20 edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, 21 en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; 22 en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu.” (Efesios 2:19-22)
Los primeros dos (2) capítulos de la carta del Apóstol Pablo a la Iglesia que estaba localizada en la ciudad de Éfeso nos han cautivado. Esos capítulos nos han motivado a estudiar varios temas. Entre estos encontramos la alabanza, el poder que desata la oración, la misericordia de Dios, la esperanza del creyente, la herencia de los santos, el poder de la resurrección, entre muchos otros.
En las reflexiones más recientes hemos sido convocados a analizar los conceptos que este apóstol utiliza en esta carta para definir la Iglesia. Hemos visto que Pablo nos ofrece en esta carta una eclesiología intensa y profunda. Pablo ofrece en la Carta a los Efesios descripciones operacionales de la Iglesia, descripciones del carácter de ella y al menos, hasta ahora, una descripción de la composición de la Iglesia y de su tarea. Algunas de estas descripciones operacionales incluyen la definición de la Iglesia como cuerpo de Cristo, como edificio de Dios y como templo santo en el Señor.
Ahora bien, hay algunas preguntas importantes que tenemos que considerar. Por ejemplo, ¿qué aplicaciones prácticas pueden desprenderse de estos datos eclesiológicos? ¿De qué manera nos ayuda saber que la Iglesia es el cuerpo de Cristo y que Él es la cabeza de la Iglesia? ¿Qué elementos de transformación puede producir saber que la Iglesia es el edificio de Dios y templo santo en el Señor? ¿Cuál es la importancia y la relevancia que poseen estas definiciones para un mundo que muchos han definido como posmoderno y pos-cristiano?
Las aplicaciones prácticas que se desprenden de estas descripciones son inagotables. Por un lado, sabemos que la Iglesia como el cuerpo de Cristo está llena del Espíritu de Cristo. Por lo tanto, es Cristo como cabeza de la Iglesia el que le da vida porque la Biblia dice que los miembros de ese cuerpo fueron creados por nuestro Señor (Efe 2:10). O sea, que estamos vivos en Cristo y por Cristo, vivimos para Él. Tal y como dice el Apóstol Pablo en su Carta a Los Romanos:
“11 Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro.” (Romanos 6:11)
Ese texto bíblico es claro: los creyentes estamos vivos para Dios en Cristo, para servir a Dios en Jesucristo (Rom 6:11, PDT). Antes estábamos muertos por el pecado y ahora disfrutamos de la vida porque “12 El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Jn 5:12).
Al mismo tiempo, saber que la Iglesia es el cuerpo de Cristo y que Cristo es Dios, entonces no deja espacio para que pueda existir un mundo pos-cristiano ni pos-Iglesia. Esto sería un oxímoron porque Cristo es eterno, es Dios y en Dios no hay mudanza ni sombra de variación.
“17 Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación. 18 Él, de su voluntad, nos hizo nacer por la palabra de verdad, para que seamos primicias de sus criaturas.” (Santiago 1:17-18)
La conceptualización de un mundo pos-cristiano y pos-iglesia contradice la eternidad de Dios y la esencia misma de la Palabra Santa. Dios en Cristo, eterno, santo, majestuoso y sublime no puede cambiar. La Biblia dice que Él es el mismo ayer, hoy y por todos los siglos:
“8 Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.” (Hebreos 13:8)
Estos versos bíblicos dicen que la Iglesia está llena de uno que no cambia, que es el mismo, que es Señor y que es Dios. Esto garantiza la permanencia, y la misión de Iglesia contra un mundo posCovid y posmoderno. La victoria de la Iglesia como cuerpo de Cristo está garantizada porque todo lo que pertenece a la vida y a la piedad (“eusebeia”, G215o), el esquema del Evangelio y/o la buena adoración, nos han sido entregadas “por su divino poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia ” (2 Ped 1:3). Por lo tanto, la seguridad de la Iglesia como cuerpo de Cristo, no procede de las estructuras ni de los andamiajes que ella pueda poseer, o en los que esté enclavada. La seguridad de la Iglesia como cuerpo de Cristo emana de la sangre que alimenta ese cuerpo. Es esa sangre, la sangre del pacto eterno, la que nos hace aptos. Esto es, nuestra aptitud
“20 Y el Dios de paz que resucitó de los muertos a nuestro Señor Jesucristo, el gran pastor de las ovejas, por la sangre del pacto eterno, 21 os haga aptos en toda obra buena para que hagáis su voluntad, haciendo él en vosotros lo que es agradable delante de él por Jesucristo; al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.” (Hebreos 13:20-21)
Este pasaje bíblico dice que nuestra aptitud, nuestras capacidades para operar competentemente en una determinada actividad, las cualidades que nos hacen adecuados para cierto fin, nuestras capacidades y disposición para el buen desempeño, nuestra suficiencia o idoneidad[1], proviene de la sangre que pagó por los miembros de ese cuerpo. Esa sangre nos hace cercanos (Efe 2:13), reconcilia y hace la paz (Col 1:20) y nos salva de la ira de Dios (Rom 5:9). Esa sangre, la sangre de Cristo también nos hace aptos. O sea, que es Cristo el que nos hace competentes como Iglesia del Señor y su capacidad para hacer esto es eterna. Por lo tanto, no puede existir un mundo pos-Iglesia ni pos-Cristiano.
Al mismo tiempo, la Iglesia como cuerpo de Cristo es santa porque la cabeza de la Iglesia es santa. No somos santos porque podemos serlo con nuestras propias fuerzas. Somos santos porque el sacrificio de Cristo nos santifica (Heb 10:10). Somos santos porque el Espíritu Santo nos conmina, nos dirige y nos empodera para que podamos vivir separados para Dios.
Por lo tanto, la iglesia como cuerpo de Cristo no puede operar sin santidad. No se trata de la santidad litúrgica ni legal que han sido definidas y puestas en práctica a través de muchos siglos. Se trata de la convicción que produce la fe; no queremos contaminar el cuerpo de Cristo.
Sabemos que estas aseveraciones generan otras preguntas. Una de estas es la siguiente: ¿por qué hay iglesias que desaparecen? La respuesta a esta pregunta no es muy complicada. Pueden desaparecer las congregaciones, pero la Iglesia no desaparece. No olvidemos que Dios es capaz de levantar de las piedras hijos de la promesa que le hizo a Abraham (Mat 3:9; Lcs 3:8).
Saber que la Iglesia es el cuerpo de Cristo nos coloca ante una aseveración bíblica indiscutible: estamos completos en Cristo (Col 2:10); no nos hace falta nada más. Claro está, tenemos que entender que se nos requiere orar constantemente por ello y esto, debido a la libertad que se nos ha concedido.
“12 Os saluda Epafras, el cual es uno de vosotros, siervo de Cristo, siempre rogando encarecidamente por vosotros en sus oraciones, para que estéis firmes, perfectos y completos en todo lo que Dios quiere.” (Colosenses 4:12)
Si estamos completos en Cristo, entonces nuestra suficiencia proviene de Él y “nada nos faltará.” (Sal 23:1b).
Una de las conclusiones a las que llegamos es que la Iglesia está completa porque está llena de la gloria de Cristo. Esta aseveración teológica cobra mayor sentido cuando examinamos algunas de las declaraciones que encontramos en la Biblia acerca de este tema. La Biblia dice que el corazón de la Iglesia resplandece con la luz del Señor. La Biblia dice que esto ocurre para que seamos capaces de conocer la gloria del Padre que resplandece en el rostro de Aquél que es la cabeza de la Iglesia.
“6 Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo.” (2 Corintios 4:6).
El brillo de esa luz no puede ser opacado por el cáncer, por los derrames cerebrales, por las guerras, por las tormentas, por la abundancia, la escasez, ni por cualquier otra cosa material o creada. Ese brillo no puede ser disminuido ni opacado por las tinieblas producidas por la incertidumbre; ni siquiera aquellas que genera un mundo pos-Covid o por un mundo en guerra.
Al mismo tiempo, esta descripción de la Iglesia afirma que la Iglesia como cuerpo de Cristo tiene que verse a sí misma como una unidad y no como una serie de fragmentos pegados al azar. La Iglesia posee una sola cabeza que se llama Cristo. La Iglesia es también un solo cuerpo:
“4 un cuerpo, y un Espíritu, como fuisteis también llamados en una misma esperanza de vuestra vocación; 5 un Señor, una fe, un bautismo, 6 un Dios y Padre de todos, el cual es sobre todos, y por todos, y en todos.” (Efesios 4:4-5)
Este requisito de unidad es indispensable para que cada miembro de ese cuerpo pueda desarrollar sus funciones, incluyendo las manifestaciones de los dones del Espíritu (1 Cor 12:11-22). Este requisito de unidad también es indispensable para la celebración de la cena del Señor.
“17 Aunque somos muchos, todos comemos de un mismo pan, y por esto somos un solo cuerpo.” (1 Corintios 10:17).
Este requisito, el de la unidad del cuerpo de Cristo, forma parte de las peticiones que nuestro Señor levantó en el jardín de Getsemaní cuando intercedía por nosotros. A continuación un bosquejo de algunas de Sus peticiones al Padre:
- “para que sean uno, así como nosotros.” (Juan 17:11)
- “20 Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos,” (v.20)
- “21 para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste.” (v.21)
- “22 La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno.” (v.22)
- “23 Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado.” (v.23)
Este pasaje del Evangelio de Juan es específico: se trata de alcanzar una unidad como la que existe en la Trinidad. Este pasaje enfatiza que se trata de una unidad que tienen que mantener aquellos que van a creer. Este pasaje enfatiza que esa unidad es la demostración evidente y convincente de que el mensaje del Evangelio es real. Además, este pasaje bíblico subraya que la gloria de Cristo ha sido dada para mantener y sostener esa unidad. O sea que la Iglesia que no está unida ha perdido la gloria de Cristo.
Este pasaje bíblico dice que no se trata de cualquier clase de unidad; se trata de una unidad perfecta (“teteleioménoi” G5048, verbo perfecto participio medio o pasivo- nominativo masculino plural); una unidad con propósito y metas definidas.
Debemos entender que esta oración (Jn 17:1-26) posee varias peticiones que a su vez están compuestas por peticiones particulares. Estas son peticiones que Jesucristo le hace al Padre y que no pueden ser separadas cuando son estudiadas[2]: Jn 17:1-11a; Jn 17:11b-16; Jn 17:17-19; Jn 17:20-23; Jn 17:24; compromiso final (Jn 17:25-26).
En el cuarto segmento o sección (Jn 17:20-23) Cristo identifica a aquellos por los que está intercediendo. Es interesante que en el verso nueve (9) Cristo excluye a un grupo dentro de la petición por aquellos por los que está intercediendo: “9 Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo…”. Sin embargo, los incluye en los versos 20-21: “20 Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, 21 para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea.”
Una pregunta que cabe aquí es la siguiente: ¿qué implicaciones posee la gloria de Dios en este pasaje? La idea de la gloria de Dios está diseminada en todo este pasaje bíblico. Ese pasaje dice que Cristo había dado a conocer Su gloria a Sus discípulos. Cristo había dado a conocer Su gloria a algunos de Sus discípulos en la transfiguración (Mat 17:1-9; Mcs 9:2-10; Lcs 9:28-36). La Biblia dice que Cristo había dado a conocer Su gloria a través de la encarnación (Jn 1:14). Es obvio que Juan escribió acerca de esto años después de haber visto a Cristo transfigurarse ante sus ojos. Sin embargo, hay unas expresiones de Juan y otras de Pedro que hacen que estas declaraciones juaninas sean más intensas. Son expresiones que tienen que ver con sus experiencias con la vida de Cristo y con Su gloria revelada e impartida:
“17 Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia. 18 Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo.” (2 Pedro 1:17-18, RV 1960)
“1 Lo que ha sido desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que hemos contemplado, lo que hemos tocado con las manos, esto les anunciamos respecto al Verbo que es vida. 2 Esta vida se manifestó. Nosotros la hemos visto y damos testimonio de ella, y les anunciamos a ustedes la vida eterna que estaba con el Padre y que se nos ha manifestado.” (1 Juan 1:1-2, DHH)
O sea, que la Iglesia como Cuerpo de Cristo opera desde la manifestación de esa gloria. Es por esto que todos los creyentes tenemos que vivir anhelando y discerniendo esos momentos de revelación en la Palabra, en la vida de oración y en todo aquello que promueve encuentros personales con el Señor.
Repetimos que todo esto Dios lo puso en el rostro, en la faz de Jesucristo (2 Cor 4:6).
Es desde allí que se maximizan las características que nos describen como Cristianos. Es desde allí que se vive la plenitud de Aquél que todo lo llena en todo (Efe 1:22-23). Es desde allí, desde la revelación personal de esa gloria, que comenzamos a apreciar y anhelar la llenura constante del Espíritu de Dios (Efe 5:18-19). Es desde allí que aprendemos a caminar como hijos de luz (Efe 5:8). Es desde allí, desde la revelación de esa gloria, desde la experiencia personal con el Rey de gloria, que se asientan en nuestros corazones las responsabilidades y los privilegios que tenemos como conciudadanos del reino de los cielos.
La Biblia dice que esto es lo que nos espera al final del camino:
“20 Mas nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo; 21 el cual transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya, por el poder con el cual puede también sujetar a sí mismo todas las cosas.” (Filipenses 3:20-21)
Este es el final que ha sido profetizado y preparado para la Iglesia como cuerpo de Cristo.
Referencias
[1] https://dle.rae.es/aptitud?m=form
[2] https://digitalcommons.liberty.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1043&context=eleu. Esta publicación contiene el rigor académico necesario para el análisis de este pasaje bíblico. “An Application of Discourse Analysis Methodology in the Exegesis of John 17”, escrito por Thomas W. Hudgins. Southeastern Baptist Theological Seminary, Wake Forest, NC., en Eleutheria, Vol 2, Issue 1, The Third Issue, Article 4, Feb 2012. thomashudgins@hotmail.com.
[1] https://dle.rae.es/aptitud?m=form
[2] https://digitalcommons.liberty.edu/cgi/viewcontent.cgi?article=1043&context=eleu. Esta publicación contiene el rigor académico necesario para el análisis de este pasaje bíblico. “An Application of Discourse Analysis Methodology in the Exegesis of John 17”, escrito por Thomas W. Hudgins. Southeastern Baptist Theological Seminary, Wake Forest, NC., en Eleutheria, Vol 2, Issue 1, The Third Issue, Article 4, Feb 2012. thomashudgins@hotmail.com.
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