“21 en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; 22 en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu.” (Efesios 2:21-22)
La carta del apóstol Pablo a los Efesios nunca deja de sorprendernos. Cada versículo de esa carta parece ser una fuente inagotable e insondable de sabiduría e inspiración divina. Las metáforas que él utiliza para describir la Iglesia son un buen ejemplo de esto. Estas metáforas están basadas en el entendimiento paulino de que la Iglesia es una extensión del proceso de la encarnación divina para que Dios se revele a las mujeres y los hombres, a toda la humanidad. Somos como Iglesia la expresión visible de Dios y los hacedores de su voluntad. Desde esta perspectiva, creemos que Pablo considera que la Iglesia es una estructura divina-humana.[1]
No olvidemos que el milagro de la redención operada desde el Calvario no solo transforma al pecador arrepentido, sino que lo convierte en una nueva creación. Es cierto que Pablo dice en esta carta que el ser humano que acepta a Cristo como Salvador y Señor experimenta una serie de transformaciones. Antes estábamos sin Cristo (Efe 2:12) y ahora estamos en Cristo (v.13). Antes éramos considerados extranjeros, advenedizos, sin ciudadanía (v.12, 19) y ahora somos conciudadanos del reino (v. 19). Pedro añade que somos una nación santa (1 Ped 2:9). Antes andábamos sin esperanza (v.12) y ahora hemos sido llamados en una misma esperanza (Efe 4:4). Antes estábamos sin Dios y ahora le pertenecemos, somos hijos de Dios nuestro Padre por Cristo Jesús, de quien recibimos bendiciones (Efe 1:2-3).
No obstante, todas estas transformaciones son posibles porque somos una nueva creación, nuevas criaturas en Cristo (2 Cor 5:17). El concepto utilizado en este verso de la Segunda Carta a los Corintios es “kainē ktísis”. Esa frase apunta al proceso de crear (“ktizō”, G2936) algo tan nuevo (“kainos”, G2537) que nunca antes ha existido algo parecido. Hay que señalar que hay varios conceptos en griego para describir algo que es nuevo. Por ejemplo, “neos” y “neōteros” (G3501) describen algo que es nuevo, regenerado, pero que no es el primero de su clase. No es lo primero que haya existido. En cambio, “kainos” se utiliza para describir algo que es tan nuevo que nunca antes ha existido algo así.
Estos datos son importantes cuando estudiamos el Apocalípsis. La visión del vidente de la isla de Patmos está llena de cosas que son “kainos”, completamente nuevas y que nunca antes se habían visto. Por ejemplo, el nombre nuevo que recibiremos en el cielo (Apoc 2:17), la nueva Jerusalén (Apoc 3:12; 21:2), y el nuevo cántico que se entona frente al Cordero inmolado (Apoc 5:9; 14:3). También se utiliza para describir el cielo nuevo y la tierra nueva que sedrán creadas al final de los tiempos (Apoc 21:1) y la siguiente promesa de Aquel que el vidente ve sentado en el trono eterno:
“5 Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verdaderas.” (Apocalipsis 21:5)
Es obvio pensar que a aquellos que vamos al cielo a disfrutar de todas estas cosas que son “kainos”, se nos requiera ser “kainē ktísis”: nuevas criaturas, nuevas creaciones en Cristo. Tan nuevas y tan nuevas que nunca haya existido algo similar a esa nueva criatura creada por el amor de Dios a través del sacrificio de Cristo en la cruz del Calvario. No nos debe sorprender que este sea el mismo concepto que Pablo utilice en la Carta a los Efesios para describir al nuevo hombre (Efe 2:15; 4:24), así como en la Carta a los Gálatas (Gál 6:15). Este axioma bíblico presupone que no hay dos creyentes en Cristo que sean iguales en su creación. Es por esto que cada creyente que llega al cielo tiene la promesa de recibir un nombre nuevo que es único. Una de las bendiciones que trae consigo esta promesa es que nos garantiza que el cielo no nos ve como un número más; somos hijos de Dios.
Ahora bien, el apóstol Pablo señala que una de las metas de esa nueva creación es la de hacernos crecer hasta que seamos transformados en un templo santo en el Señor; un edificio diseñado para ser morada de Dios en el Espíritu. O sea, que la Iglesia, la creación del Calvario, ha sido diseñada por Dios paa que Dios more en ella. Esta es la traducción literal del concepto griego que Pablo utiliza aquí (“katoikētērion”, G2732).
Esta es una de las razones por las que la Iglesia es descrita y conminada a vivir en santidad. El Santo de Israel habita en medio de Su pueblo. La presencia prermanente, “indweling presence”, de Dios en medio de Su pueblo nos define y nos conmina a vivir en santidad.
¿Cuál es el significado teológico de esta expresión? Esta metáfora paulina está enraizada en la experiencia de Salomón durante la dedicación del templo que él edificó en la ciudad de Jerusalén. La descripción que nos ofrece el capítulo ocho (8) del Primer Libro de Reyes dice lo siguiente:
“10 Y cuando los sacerdotes salieron del santuario, la nube llenó la casa de Jehová. 11 Y los sacerdotes no pudieron permanecer para ministrar por causa de la nube; porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Jehová. 12 Entonces dijo Salomón: Jehová ha dicho que él habitaría en la oscuridad. 13 Yo he edificado casa por morada para ti, sitio en que tú habites para siempre. 14 Y volviendo el rey su rostro, bendijo a toda la congregación de Israel; y toda la congregación de Israel estaba de pie.” (1 Reyes 8:10-14)
Salomón sabía que la estructura que él había edificado no sería capaz de contener la gloria de Dios: “27 Pero ¿es verdad que Dios morará sobre la tierra? He aquí que los cielos, los cielos de los cielos, no te pueden contener; ¿cuánto menos esta casa que yo he edificado?” (1 Rey 8:27). Lo mismo le acontece a aquellos que aceptamos que el Señor nos convierta en nuevas criaturas. Nosotros no somos y nunca seremos capaces de contener todo lo que Dios quiere depositar en y dentro de nosotros como templo santo en el Señor; toda Su plenitud (Efe 1:22-23).
Lo que Pablo está comunicando con esta metáfora es que la Iglesia del Señor fue diseñada por Dios para estar llena de esa gloria, saturada de esa majestad, sobrecogida e inundada con esa plenitud, absorta ante Su santidad.
Es muy importante resaltar que esto posee unos matices escatológicos; matices del tiempo del fin. La iglesia que Pablo describe en la Carta a los Efesios es una que Cristo quiere presentárserla a sí mismo como una que es gloriosa, que no tiene mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que es santa y sin mancha (Efe 5:25).
Es muy interesante el dato que Pablo utilice cinco (5) verbos para describir como se depliega el compromiso que Cristo tiene con su novia para poder conseguir que esto sea así en el día del rapto de la Iglesia:
“.…así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, 26 para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra, 27 a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia gloriosa, que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha.” (Efesios 5:25b -27).
Esos versos dicen que Cristo amó la Iglesia. Dicen que Cristo se entregó por la Iglesia. Estos versos dicen que Cristo santificó la Iglesia y que Cristo limpió la Iglesia. Estos versos concluyen diciendo que Cristo se va presentar a sí mismo la Iglesia.[2] El amor de Cristo por la Iglesia es un amor incondicional (“agapaō”, G25), sin reservas, ni egoísmo. La entrega de Cristo es sinónimo de rendición (“paradidōmi”, G3860) de compromiso, de prisión de amor y de esperanza. La santificación (“hagiazō”, G37) que Cristo opera en la Iglesia se produce a través del derramamiento constante de Su presencia a través del Espíritu Santo. Esto es lo que produce que Dios haya decidido hacer morada entre nosotros y en medio de nosotros. Este es el vehículo utilizado por Dios para separar a la Iglesia para el Señor. En otras palabras, Cristo dio su vida para que la Igelsia pudiera ser santa. Esa muerte en la cruz garantizó que la Iglesia pudiera ser la novia de Cristo. Luego de esto, Él decidió habitar en medio de ella para cuidar esa santidad. No olvidemos que la santidad requiere capacidad para escuchar, para recibir y para actuar sobre lo que demanda la palabra de salvación. La presencia de Cristo en la Iglesia, dentro de la Igelsia, constantemente, garantiza que podemos alcanzarlo. Por lo tanto, no hay excusa para no ser santos.
La limpieza o la purificación (“katharizō”, G2751) es una de tipo ceremonial que incluye la unción para sanidad y cuyo objetivo es convertir a esa persona en una ritualmente pura y aceptable. Usualmente esta ceremonia se hacía con agua. Este dato es muy relevante porque la Biblia utiliza el agua como símbolo de la Palabra y del Espíritu.
“26 para santificarla, habiéndola purificado en el lavamiento del agua por la palabra,” (Efesios 5:26).
“38 El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. 39 Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado.” (Juan 7:38-39).
“38 El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva. 39 Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en él; pues aún no había venido el Espíritu Santo, porque Jesús no había sido aún glorificado.” (Juan 7:38-39).
Por último, la acción futura de presentársela a sí mismo (“paristēmi”, G3936) describe la acción de pararse al lado de ella, de exhibirla, de presentarla a los demás, y/o de confirmarla.
Repetimos que el pasaje bíblico que describe a esa Iglesia dice que ella es gloriosa, que no tiene mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que es santa y sin mancha (Efe 5:25). Una Iglesia que es gloriosa (“endoxos”, G1741) es una que es espléndida porque posee una gloria, ha sido fijada, como mediación, como instrumentalidad (prefijo “en”, G1722). O sea, que posee una gloria constante. Una Iglesia que no tiene manchas (“spilos”, G4696) es una que ha cuidado su testimonio externo. Recordemos que las manchas son provocadas desde las interacciones con lo que sucede afuera.
Al mismo tiempo, una Iglesia sin arrugas (“rhutis”, G4512) es una que ha cuidado su testimonio interno y que se ha cuidado del desgaste. Recordemos que las arrugas son causadas por la incapacidad o el desgaste interno de aquello que le da solidez a la piel.
Los lectores deben haberse percatado que la Iglesia descrita aquí es la que veremos perfeccionada en la gloria. Ese proceso progresivo para caminar hasta alcanzar la perfección final en el cielo está implícito en los versículos aparecen en el epígrafe de esta reflexión. Las frases “todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor;” y “vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (Efe 2:21-22). O sea, que estos versos describe un proceso continuo de crecimiento y de edificación.
Ahora bien, el pasaje bíblico de la Carta a los Efesios predica que los creyentes en Cristo Jesús anhelan esa presencia permanente del Dios vivo. Solo así podemos peregrinar aquí caminando en la dirección que este pasaje bíblico ha trazado. La peregrinación desarrollada con la conciencia de que somos templo santo en el Señor nos permite ver y examinar cada experiencia que vivimos en este “lado del río” como oportunidades adicionales para prepararnos para las Bodas del Cordero (Apoc 19:7-8; 21:2, 9-11).
Referencias
[1] Esquilín, Mizraim. (1996). Sobre las alas del viento. Betania: Nashville, TN, p. 266.
[2] Stott, John. The Message of Ephesians (The Bible Speaks Today Series) (p. 227). InterVarsity Press. Kindle Edition.
[1] Esquilín, Mizraim. (1996). Sobre las alas del viento. Betania: Nashville, TN, p. 266.
[2] Stott, John. The Message of Ephesians (The Bible Speaks Today Series) (p. 227). InterVarsity Press. Kindle Edition.
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